66 Amauta pira fuerte! La culpa de que yo tuviese que respirar así la tenía un macizo de pinos cuyo arbolado negro y espeso se destacaba reciamente sobre el ramaje claro del monte de hayas.
Los domingos, el bosque estaba animadísimo. Por todas partes, guitarrillos y canciones. Un chico estudiante que, por imposición paterna, había pasado dos semestres en Munich haraganeando, trajo esta costumbre campestre del guitarrillo a nuestra villa e hizo de ella una moda a la que todo el mundo se sometía encantado; todos cantaban sus himnos por el bosque dominguero, acompañándose del inevitable guitarrillo, desde los del Casino de señores hasta los de la Liga de altivos artesanos y los muchacho del Club de deporte. De vez en cuando, cruzaba corriendo, a lo lejos, una bandada gris de gamos, tan mansos que hasta el Gran Duque podía tirarles. Alguna vez se divisaba un corzo blanco, y entonces mi padre me contaba la leyenda de San Humberto, el cazador.
El bosque, los domingos, pululaba de canciones. Las preferidas eran, naturalmente, aquellas que cualquiera podía cantar sin saber una palabra de música ni sentirla.
Los chicos de familias pudientes. los que mi padre llamaba por antonomasia los muchachos. solían entonar cantares satíricos ridiculizando a los socialistas. veces, asomaba por algún claro del bosque una partida de estudiantes nacionalistas, con sus chalecos de punto, y rompían a cantar, con acento terrible de desafío, un himno patriótico, en competencia con alguna liga ciclista de obreros, que, agitando sus banderitas rojas, llenaban el aire del paciente bosque con los sones de la Internacional. Pero por diferentes y hostiles que fuesen sus cánticos, llegada una cierta hora, todos los grupos de excursionistas iban a parar, indefectiblemente, al mismo sitio: a la hostería del Cazador verde. próxima a la calzada de basalto azul y regentada por la mujer de un guardabosque. Sus especialidades eran la sidra y el queso.
Todo el mundo se congregaba allí, después de disfrutar de la naturaleza, en torno a las mesas pintadas de encarnado, comiendo y bebiendo plácidamente a los sones de una pianola automática, que tocaba echándole una moneda. Para la gente distinguida había un reservado en el interior, un cuarte oscuro, decorado con profusión de cornamentas de ciervo. En estampas litografiadas se veían apuestos cazadores disparando contra jabalíes o liebres dando cómicos saltos mortales.
Aquí era donde mi padre solía hacer que nos sirviesen nuestros manjares: unos huevos fritos con tocino y una ensalada de lechuga. Los vasos de sidra que bebía, iba anotándolos con rayitas en un platillo de cartón en que se anunciaba en vano no sé qué cerveza muniquesa. mí me ponían delante una botellita de gaseosa, y las tardes en que mi padre estaba de muy buen humor me dejaba echar un trago de su sidra.
Fuera, en el patio, la juventud entonaba entre tanto sus canciones satíricas, cuyo texto iba tomando un color cada vez más obsceno, conforme aumentaba el consumo del alcohol. las chicas chillaban como si las pellizcasen.
La pianola se puso a emitir, de pronto, las notas mecánicas del himno naval. Un mancebo de botica, cuyo sueño dorado, que la estrechez de pecho le impidió realizar, era haber servido en la Marina, se encaramó con ligereza de mono en lo alto de una escalera, desplegó una bandrita de papel y gritó tres veces: hurral, entre los aplausos estrepitosos de la concurrencia. Algunos, borrachos ya, lloraban.