Amauta 65 de contento por aquel beneficio. a veces, si mi padre me lo ordenaba, no tenía más remedio que exteriorizar mi alegría rompiendo a cantar. Su canción favorita era aquella de Derribé un ciervo en la floresta amena.
En mis andanzas y juegos por la finca de Ferd me había acostumbrado a ir siempre corriendo por el campo. No a todo correr, pero a un trote bastante ligero. Corría siempre, aunque no tuviese ninguna prisa.
No acertaba a explicarme que la gente anduviese tan despacio por la calle. Me parecía que el ritmo de su marcha no se acordaba con el del movimiento que agitaba las hierbas y los arbustos y sacudía en oleaje de cambiante luz los sembrados. Odiaba a los paseantes. Odiaba los días de fiesta, en que la gente de la ciudad, endomingada, trataba al campo con la misma familiaridad que si fuese un parque urbano, con sus senderitos enarenados, y se paseaba por ellos con esos andares antipáticos en que se traslucen a la legua las prescripciones higiénicas.
Este culto cuartelero que rendíamos a la naturaleza en nuestros paseos dominicales era interrumpido alguna que otra vez por la carrera de una liebre. Nuestras pisadas solemnes y el estrépito de nuestras canciones arrancaba al animalito a su pereza soleada y, en su ciega timidez, abandonaba la segura guarida para salir al camino y metérsenos entre las piernas. Hombrel exclamaba infaliblemente mi padre en tales ocasiones. Una liebre! Mira, mira, una liebre. salíamos corriendo detrás de ella. No porque creyésemos darle caza, sino porque nos divertía correrla. Si la liebre conocía la psicología del funcionario alemán, abandonaba al punto el sendero y se acogia al campo libre. Entonces, mi padre se detenía, me sujetaba por el brazo y decía con gran seriedad. Alto, amiguito! Está prohibido meterse en los sembrados, y yo no puedo tolerar que un hijo mío delinca.
La liebre estaba salvada, y la familia reanudaba lentamente el paseo interrumpido.
Pero un día en que se repitieron la consabida escena y el final de rigor, a mi madre se le ocurrió replicarle. También delinque la liebre. Mi padre paró el golpe con presteza. Nuestra competencia no rige con los animales.
Mi madre, que no quería darse por vencida, sonrió y sacó a colación una de aquellas frases psicológicas que por entonces estaban tan en boga y se creían el colmo de la modernidad. Ni con lo que hay de animalidad en el hombre. Dejemos esas cosas; hoy es domingo replicó mi padre, cortando con estas palabras toda discusión, para entregarse de nuevo a la contemplación de la naturaleza. Aquella fué la primera vez que o con plena conciencia de su significación una palabra cuyo empleo en el idioma alemán me había de proporcionar, corriendo el tiempo, indignación y asco abundantes: la palabra competencia. los cuatro años justos de esto, en los grises días de noviembre del 18, la balbucearon como una excusa muchos de los que teníamos agarrados por el pescuezo. les valió.
Al poner el pie en el bosque, separado de las tierras por un portón alto de madera, pues sus pastos pertenecían al Gran Duque y era cazadero suyo y de sus amigos, mi padre me decía inevitablemente. Res