Bourgeoisie

64 Amauta to a tomar las armas contra el Zar. El comandante rojo percibía el peligro desde el ángulo del poqueño burgués nostalgioso y resentido de la burguesía de GuillerEl protagonista en su curiosa búsqueda, penetra a esta trama y sin comprenderla se encamina a la investigación que lo obsesiona.
mo II.
Hilde 1914 Mi padre tenía por costumbre salir a pasear todos los domingos después de la hora del café, si hacía bueno. Para estos paseos gustaba de elegir los estrechos senderos perdidos entre los sembrados, cuyas espigas ondulantes acariciaba haciéndolas resbalar amorosamente y con leve crujido entre sus dedos, como si tentase la cantidad de harina que encerraban. Avanzaba empuñando el bastón en la mano derecha y con la contera descabezaba las flores de diente de león que le salían al paso; el sombrero, para que no le estorbase en la mano, lo llevaba colgado de una pinza sujeta a un botón de la americana. Detrás, a paso de ganso, seguíamos mi madre y yo. si alguna vez yo me escabullía y salía corriendo a campo traviesa y entraba por los trigales oreados a coger una amapola roja y brillante como el barniz, que a mi madre le gustaba mucho ponerse en el cinturón de su vestido blanco, mi padre reñía y me llamaba bárbaro y me decía que no sabía respetar los más preciosos dones del Cielo. Además, me advertía que la amapola era una flor venenosa, de la que los chinos sacaban el opio fatal. lo más que él llegaba era arrancar una de esas florecillas azules del trigo que crecen bravamente en las lindes, y se la prendía en el ojal derecho con un alfiler que llevaba siempre espetado debajo de la solapa. lucía con orgullo aquella flor como un emblema, pues era la flor favorita del viejo Káiser, símbolo nos decía de la modestia del hombre que no busca en la vida otra recompensa que la satisfacción del deber cumplido. al decir esto, de sus palabras rezumaba un cierto dejo de indignación contra los tiempos que corrían, tan adversos a aquellas virtudes. Así era mi padre. Para atreverse a asomar su descontento contra la época, en términos tan moderados, tenía que dar un rodeo por los campos de la botánica, y aun esto sólo se aventuraba a hacerlo en la intimidad de la familia.
Estos paseos por los campos me hubieran parecido muy hermosos si no fuesen los interminables vetos de mi padre, que me ceñían y me acorralaban como un corro de lanzas en ristre. No podía internarme en los misteriosos sembrados, en que las parejas nocturnas de amorosos habían dejado anchos surcos, sin tener la penosa impresión de destruir el más hermoso don del Cielo. no podía correr a lo largo de los trigales, pegando con mi bastoncito contra los erectos tallos, como tanto me gustaba hacerlo por la calle contra las verjas de los jardines; no podía tirar terrones a los cuervos, pues los cuervos me advertía en seguida mi padre son animales útiles que se comen las larvas y los bichos de la tierra. Además, tenía que cuidar el traje de los domingos, no estropear los zapatos y marchar siempre, sin desviarme del sendero, detrás del cabeza de familia, cuyas anchas espaldas me ocultaban muchas veces el sol. De vez en cuando, mi padre hacía un alto, y después de respirar profundamente, exclamaba: Ah, cuán bella es la Naturaleza creada por Dios! En estos casos, yo tenía que asentir y dar muestras