62 Amauta. tú? dice, dirigiéndose a mí.
Yo meneo la cabeza, con un gesto negativo. Dios se lo paguel vuelve a decir, y cierra la puerta, amable y rotunda.
Al llegar a casa, encuentro a mi padre la mar de contento, pues esta tarde le han comunicado su ascenso a magistrado.
En el salón arde la araña de cristal, que sólo se enciende en las grandes solemnidades, y los sillones lucen en todo su esplendor, despojados de las cubiertas de lona. Sobre el lujoso tapete se alinean las copas de cristal tallado. Mi madre, que viste un traje verde de noche sin mangas, toca al piano un minueto de Mozart. Veo sus espaldas desnudas y blancas reflejarse en el espejo veneciano.
En el pasillo me encuentro con mi padre, que sube de la bodega y trae debajo del brazo tres botellas gordas de champaña. Te perdono que vengas tan tarde me dice sonriente.
Tiemblo ante tanta bondad. Sí, amiguito. Hoy puedes beber una copa de vino y brindai por la salud de tu papá, que ha sido ascendido a magistrado.
En el salón encuentro entre los invitados a dos compañeros de mi padre. Uno de ellos es Herr Galopp, jueż de instrucción y terror de los procesados. Sufre continuamente del estómago y es, por consiguiente, implacable en sus sentencias. El otro es un asesor. Su mujer, que es muy rica, se hurga a cada paso la nariz.
Después de hacer a todos una cortés reverencia, voy estrechando la mano a cada visita. El juez me da unos toquecitos en la espalda; el asesor me dice: Magnífico, muchacho. después de dedicarme una leve sonrisa, vuelven todos la cara a su interrumpida conversación. Tomal me dice mi padre, alargándome una copa rebosante de champaña.
La pongo sobre el alféizar de la ventana, y me siento junto a mi madre, que, con el cuerpo echado hacia atrás y los ojos entornados, acaricia las teclas de marfil amarillento. Le vuelvo la página, y me sonríe. Su pelo rubio, sombreado por algunas ondas suaves de color castaño, tiene un perfume misterioso. Me lleno de tristeza pensando en Ferd y en lo que me contaba de las muchachas.
Los invitados, rodeados a la mesa, se ponen de pie. Ha llegado la hora de los brindis dice mi padre. la salud de las damas! brinda con su voz aflautada el asesor, alzando la copa, y todos se ríen, como si la cosa tuviese mucha gracia. Mi madre deja la pieza a la mitad. Su cara ha recobrado la sonrisa y la tersura habituales. Se acerca a la mesa y coge su copa. Todos desfilan por delante de ella, chocando sus copas con la suya. Señora. dice Herr Galopp. Señora. exclama el asesor, cuadrándose. Señor. repite, con una mueca que quiere ser de mucha malicia, mi padre, después que todos han desfilado, y la mira a los ojos, con una ternura bíblica.
De pronto me acomete un miedo inexplicable de este salón, de estas gentes, de sus cortesías y conversaciones, y cuando voy a chocar con mi madre, me tiembla la mano y derramo sobre el suelo encerado casi todo el contenido de la copa. Todos hacen como si no lo hubiesen visto, y hasta mi padre olvida, en una noche como ésta, sus sagrados debe