58 Amauta LOS QUE TENIAMOS DOCE ANOS, por Ernesto Glaeser.
en Sabotaje. Continuación)
Me paro al borde de la calle. No comprendo este júbilo.
Ahora voy a ver a Augusto. El me lo explicará.
Por delante de mí desfila, rumoroso, todo el cortejo. Pero ya no distingo ninguna cara. Sólo oigo este cántico extraño que me envuelve en sus oleadas; este cántico que parece salir de una sola boca y avanzar sobre un solo paso. Pero ¿no es Persius éste que pasa junto a mí como una exhalación? El es; no hay duda. Ha logrado escabullirse, y se mete, con su paso breve y rotundo, por una bocacalle mal alumbrada, escoltado siempre por el guardia bigotudo. No sabe uno a quién llevan preso, si a Persius o a Kremmelbein! pienso para mí, y mientras el himno obrero resuena con nueva fuerza, encañonado entre las casas de la villa, me vuelvo al caserón, corriendo sobre las puntas de los pies.
Encuentro al sargento sentado en el banco, junto a la charca. Tiene cogida con la mano izquierda una botella de aguardiente y en la derecha empuña el revólver, que le asoma por entre los dedos como un cañoncito de juguete para uso particular. Está cantando, y canta. ila Internacional! de vez en cuando eructa en la noche azul y cargada del aroma dulzón de las lilas. La escalera está solitaria. En todos los pisos están cenando. Huele a patatas y a salchichas calientes Un cucú pequeño y muy guapo, sentado en el alfeizar de la ventana, toca una cajita de música la canción de Loreley. Al verme, me saca la lengua. Antes de decidirme a llamar a la puerta de casa de Augusto, escucho por el ojo de la llave. Dentro, oigo una voz conocida que no es de la casa. Una voz sonriente, si vale la frase. Su tonalidad es blanda y flúida. Un tono de voz que sólo he oído a dos personas: a nuestro rubio párroco y al doctor Hoffmann.
Es el doctor Hoffman, en efecto, el que habla.
Le oigo decir claramente: Querida camarada. y es como si dijese: Amados feligreses.
Es lo que el Comandante rojo, refiriéndose a su amigo, llama bondad despectiva.
La ropa de trabajo del fogonero, que está puesta a secar en el pasillo, hace el aire irrespirable con su olor tenaz y viscoso a grasa y a sudor. Así olía también el padre de Augusto en las tardes de fiesta. dondequiera que fuese, le acompañaba siempre el olor de la máquina, como al amante el perfume de su querida. ni en las breves horas en que podía disponer de sí le abandonaba el olor de su deber.
La puerta de la sala está entornada. Oigo a Hoffman, que dice. Querida camarada: no desespere usted. La semana próxima interpelaré sobre el asunto, y el Gobierno se guardará muy mucho de darnos esta bandera de propaganda para las elecciones. Entiendo que todo ha sido un exceso de celo por parte de las autoridades locales.
Dentro de un mes, su marido estará en libertad.
Y, aunque no le veo, juraría que al decir esto el diputado agita elegantemente su bastoncito.