Amauta 57 y navego a la deriva, el timón inútil en la mano, alerta, en las aguas de otro, regocijándome en los recodos de frescura, severo en los claros paisajes, patético en las luchas de la barca atormentada. Siempre puede escucharse la voz del coro que ajusta cabal, la actitud y el acto: los optimismos y las tragedias. Y, más que nunca quizás en un pintor de América, en Eduardo Abela son verdaderos esta comunidad y este afecto que reunen, carrera y corredor, ansioso de ceñirla. El ánimo de esfuerzo se sacia en la lealtad de los obstáculos.
Abela sale de la gran masa explotada de Cuba, los negros del ingenio y de la tabaquería fueron sus camarads de aprendizaje vital, con ellos vivió los más duros momentos de una existencia fácil a la novela.
De esos negros aprendió la línea que curva las espaldas, el gesto que distiende los músculos adoloridos y la dicha de los reposos. Cómo no cultivar la caricatura si se conoce tan bien la tristeza de sufrir? Ella le dió brusca decisión de los trazos, la intención oculta en cada línea.
Es por eso que en Abela el drama exclusivo de la pintura amortiza sus choques en la jocundia física de las actitudes. Un equilibrio oculto preside esta contradicción de la vida alegre de dinamismo, y su negación por el sufrimiento. De la vida torrencial que se desborda del racimo de plátanos a las piernas ágiles de los hijos de quirina. Del sistema de desorden batallador que corta en brochazos tortuosos y fija bruscamente la danza comenzada. Esta contradicción, esta tragedia que es la vida misma de la pintura de Abela, no tiene, no puede tener solución, plantea, no resuelve; por lo demás, el arte, no es simplemente un reposo de Euforión? Un instante más tarde, ya no estará aquí. Un punto en la trayectoria, negando el anterior, negado por el siguiente.
Toda la obra de Abela se realiza alrededor de este equilibrio. Ya lo descubren un poco, la dolorosa rigidez en que anida fácilmente lo patético: Cristo con las manos atadas a la cintura tendría el aspecto de un vulgar criminal. En los cuerpos, la danza lucha por surgir para que, como dice suavemente Pascal, la muerte (la tragedia) sin pensar en ella, les sea más fácil de soportar. Poco a poco esta inhibición de la alegría, patente aún en cuadros como El entierro de Papa Montero. todo impregnado de aparente amplio reir, nos penetra, y, tras la botella de ron y la embriaguez, sorprendemos el viejo látigo del negrero. medida que se acentúa esta impresión, la angustia de la duda se hace más dolorosa y no sabemos cuál polo sugerir. Pero estas, no son cosas de pintura.
Decir que Abela ha descubierto, fraternalmente y no en Livingstone filantrópico, al negro cubano, es quizás una de los mejores elogios que puedan decirse de su pintura. Qué lejos estamos de la fácil ligereza que tanto debe regocijar a los editores del señor Morand, y, qué cerca, alegrémonos, de las verdaderas modalidades afrocubanas. En estas telas he vivido largamente la vida de las formas, tangibles casi, metido en el crucero, confundido en su lucha.