Amauta 71 res.
modo muy distinto que con los demás. Hombres que yo conocía por su altanería y soberbia; hombres poderosos, de cabeza erguida y paso imponente; hombres que mandaban sobre otros, cada uno de los cuales era a su vez superior de los que venían detrás; oficialillos que eran el coco de su compañía; profesores que infundían terror a la clase; estudiantes del último año que nos sacudían si no les saludábamos al pasar: todos los que ostentaban poder en alguna de sus formas y manifestaciones, cambiaban de actitud y talante en presencia de determinadas mujeSu porte perdía rigidez; de su voz se borraba el tono ordenancista; decían gracias cuando la mujer les daba algo, y estaban siempre atentos a complacerla y servirla, cogiéndole una flor, abriéndole el paraguas, sacándole la entrada para el teatro, volviéndole las páginas de un libro, echándole una carta al correo, llevándole un paquete; en fin, experimentaban tal cambio en su continente, que yo llegaba a creer, a veces, que eran buenos. Pero no; era que estaban enamorados.
Así llamaban a este estado, que yo observaba también que iba desapareciendo o enfriándose cuando llevaban cierto tiempo de matrimonio. mí no me cabía en la cabeza que gentes como aquéllas hiciesen nada en balde; algo tenían que querer y que buscar, cuando tan amables se sentían. Pues si esa manera de conducirse respondía a su verdadera naturaleza. por qué no la aplicaban también a los demás?
Decidido a arrancar a Hilde a todo trance el secreto, y pareciéndome éste el mejor camino, resolví, pues, enamorarme de ella.
En cuanto supe que le gustaban las lilas blancas, corté sin que nadie lo viese un ramo en nuestro jardín y se lo puse en el regazo. También le gustaban con locura las galletas de tahona. Para ganar su voluntad, sustraje a mi madre unas perras del bolsillo y le compré un cartucho imponente de galletas de tahona. Le regalé un lapicero de mina que yo tenía y, que le gustaba mucho. Como la cartera que llevaba a la leccićn de piano pesaba bastante, cargaba yo con ella. Se le antojó una hélice para la bicicleta, y se la hice. El juego de bolas no funcionaba bien; desarmé la bicicleta y se lo engrasé. Le saqué una piedrecita que se le había metido en el zapato.
Todo lo que se antojaba lo hacía, y se le antojaban bastantes coPero sin perder nunca de vista la meta. Mi plan era perfectamente consciente y sistemático. Pues lo que yo quería no era amar; no, sino saber.
Como mi padre viese un día que le regalaba una rosa, me amenazó bromeando con el dedo, y dijo. Qué le parece, el caballerito. Esto me indicó que no iba descaminado.
Empecé a ir cada vez mencs por la finca de Ferd, procurando hacerlo de modo que no llarnase la atención. Sólo él se dio cuenta. Pero no me decía nada; estaba consagrado de lleno a proteger a León, que pasaba días enteros en la finca. Yo sentía celos de el y sufria cuando veía a Ferd echarle el brazo al cuello, en sus paseos por las cuadras, o sas.