69 amable, a hablar bajito y entretenerlas en la mesa, mientras los mayores conversan en voz alta y campanuda de sus asuntos, y a bajar al patio después de levantarse del comedor y jugar con ellas al escondite.
Cualquier deseo que manifestasen estaba uno obligado a cumplírselo, a hacer cuanto se les antojase: cogerles flores, lavarles fresas, tirarles nueces del árbol y atarles los cordones de las botas. Cuando la familia de Hilde entraba en el reservado del Cazador verde. mi madre me tenía mandado levantarme y ayudar a la chica a quitarse el abrigo. Luego, podíamos salir al patio, y los papás nos decían sonriendo. ver si jugáis como Dios manda! Hilde se sentaba en el columpio y me ponía a empujarla o me mandaba ir a buscar unas cuantas piñas pequeñas para ejercitar su puntería contra mí. Yo la obedecía lleno de rabia, y la odiaba; la odiaba como odiaba todo lo que formaba parte de estos malditos domingos.
La cosa cambió cuando un día me pidió que la enseñase a montar en bicicleta. Tenía entonces catorce años y le habían regalado una bicicleta para las fiestas de Pascua. Yo le contesté muy orgulloso que lo pensaría; pero la verdad es que su ruego me había lisonjeado. De regreso del paseo del domingo, Hilde le preguntó a su padre si nos daba permiso, el cual concedió en seguida sonriente, mientras que el mío mostraba no sé qué reparos. No necesitaba yo más para decidirme. No hay ningún chico exclamé que monte en bicicleta con la seguridad que yo; todos lo dicen, hasta Ferd.
Hilde se sonrió, y me dijo que lo sabía y que por esto me había buscado a mí. Mi padre, a quien imponía también un poco el prestigio de su hijo, consintió. todas las tardes, después de cenar, iba a enseñar a Hilde a mo tar por la carretera, hasta que se hacía noche. Mis lecciones estaban animadas de un gran celo profesoral.
Era por los días en que hablé de aquello con Ferd y me ocurrieron todas aquellas cosas que tanto me desconcertaron. la que más, el haber pensado en Hilde cuando besaba a mi amigo.
Empecé a observar a mi discípula sigilosamente.
Ya le apuntaban los pechos. Ferd le ocultaba con gran cuidado estas lecciones prácticas de la carretera.
Un día que hice esperar a Hilde porque me retrasé en la finca, me dijo con una voz muy aguzada. Ese Ferd es, por lo visto, tu novio?
Me puse colorado y le tuve miedo. Augusto, que nos vió una tarde, le dí dos reales para que no dijese nada a Ferd. El chico se sonrió, cogió el dinero, que no me había pedido, y dijo. Ten cuidado con esa, que ya sabe por dónde se anda!
Yo estaba entusiasmado, pues tenía la seguridad de que Hilde me ayudaría a descubrir el secreto que mantenía unidos a los mayores de un modo misterioso: Se me había metido por la cabeza que hasta que no supiese ese secreto no podría entender nada de las cosas del mundo, que tanto me desconcertaban. El famoso secreto era, en mis figuraciones, la argamasa del universo.
Queria saber de una vez por qué los hombres se odiaban tan. to.