28 Amauta Un verso la inquietaba como invitándole a evadirse. Su desazón se acentuaba cada vez más. Los bohemios, en semejante trance, hubieran prorrumpido en ensordecedores clamoreos. Habrían escrito, Amor ven que te espero. O, tal vez, Amor, eres la vida. Mi corazón es uma pira de amor. O, En el abismo de mis amarguras, eres un faro, amor. O, en fin, cualquier otro giro por el estilo. Quizá Manuel, en la penumbra de una cita fugaz, al pie de la clásica ventana de los encandilamientos, habría podido balbucear el romántico Vida mía.
Pero, ahora, cavilaba, sediento de esclarecer su propia inquietud; pen saba: amor, si eres la vida. por qué nos angustias tanto. No, así, no protestaba el oído métrico: Si eres vida. por qué me das la muerte. se perfeccionaba el ritmo: Si eres muerte, por. Adiós, amigo González de Prada le interrumpió una vocecilla gangosa que no escuchaba hacía tiempo.
Manuel se detuvo. El exseminarista Piérola le tendía la mano pulcra. Los ojos del poeta recorrieron rápidamente la brevísima figura.
Descendieron, luego, calmosamente, hasta los ojos del aprendiz de poKtico que hablaba ya con cierto énfasis natural. Cómo están la señora doña Josefa, su hermana Cristina, la señorita Isabel? Ayer tuve el gusto de conversar un rato con su hermano, don Francisco.
Manuel respondía cortesmente, perdida la imaginación en la persecusión del verso trunco. Piérola le brindó su apoyo, insinuándole, vagamente que debía seguir las huellas de su padre y su hermano. Manuel se turbó profundamente y perdió el hilo de la estrofa. No, señor de Piérola, no es mi camino la política, por ahora al menos. Ya es sabido que las letras tienen en el señor González de Prada un eximio cultor La charla duró poco: Manuel se alejó por un lado; Piérola, por el otro.
Ocurrió por esos días un terremoto en Arequipa, la tierra nativa de doña Josefa. Al saberlo, se conmovió profundamente la familia de Manuel, y él mismo deseó ir a la ciudad atribulada. En persecusión del verso interrumpido, pidió que le permitieran embarcar en el buque de guerra portador de socorros, y así conoció la tierra de los Ulloa, donde sus padres tejieran el remoto epitalamio. Anudó antiguas amistades, cultivó recuerdos, se mezcló con el pueblo, sintió la belleza profunda de Yanahuara, la vibración plebeya de la chicha y el tambo. Regresó a Lima. Si eres vida. por qué me das la muerte?
Le atrajeron los viajes por el país. Por conocer Cerro de Pasco, sus centros metalúrgicos y la explotación de los hombres, no vaciló en realizar un largo viaje a caballo, a través de la región andina. Vió mucho, vió, sobretodo, al indio. Anduvo cuanto le fue posible. En una de aquellas andanzas, tropezó, cierta vez, con un indígena, que, tirado en el suelo, sufría la tortura del soroche. Manuel se apeó y, al destapar su frasco de éter para auxiliar al caído, explotó el frasco, y el salvador quedó ciego, gimiente. Hubieron de conducirle en angarillas hasta La Oroya. durante varias semanas, se creyó que Manuel no recuperaría la vista.
Regresó a Lima, siempre a caballo. Al llegar, volvió a inquietarle aquel verso trunco. Quién sabe si paseó alguna noche frente a una ventana cerrada! Tal vez no volvieron a sonreirle ciertos labios. Porque esa noche, a la vacilante luz del velón de su alcoba, comenzó a es