Amauta 27 Durante algunos meses vivió atento al reclamo insistente de la Patria. La guerra contra España y la campaña contra Pezet conmovían los ánimos. Se exaltaron los románticos. Uno de ellos, glasaba un viejo romance castellano, burlándose de la derrota de la escuadra española en el Callao: Buena la hubisteis, don Mendo, En esa del Dos de Mayo.
Pero ahí en esa del Dos de Mayo. murió Gálvez, el antiguo ad versario de don Francisco González de Prada, y ahí, también, experimentó Manuel, cerca de las baterías, la violenta emoción del peligro, ese olor acre de sangre y pólvora, tan diferente a las catástrofes pintadas por los poetas patrioteros de las efemérides.
Aquello pasó. Los grandes funerales de don Felipe Parda le saçaron momentáneamente de su retraimiento. Pensó, sin duda, al ver pasar las mulillas enlutadas y emplumeradas, y tras ellas, un compungido cortejo de eminencias locales, pensó que el literato debę mezclarse a la política para que la fama dore sus prestigios; y pensó, también, en el reiión Segura, extinguiéndose, a la sombra de los suyos, en su modesta condición de retirado, no obstante de haber sido columna del teatro nacional y haber determinado la vocación criollista del triunfador de entonces, don Ricardo Palma. Los literatos, comprendiendo instintivamente eso, se agrupaban en asociaciones mitad social políticas, mitad literarias, como la de Los amigos de las letras. que contó con la protección del presidente Pardo, de don Francisco García Calderón, de don Simeon Tejeda, y en la cual se agruparon Félix Cipriano Coronel Zegarra, el orador y jurista Cesáreo Chacaltana, el poeta Luis Cisneros, don Ricardo Heredia, Enrique Ramos, el militar Eléspuru y otros.
De ahí nació, en seguida, el Club Literario.
Manuel se ensayaba publicando ya, aunque con seudónimo, artículos de dura crítica y evidente radicalismo, evocadores de Hugo y de Vigil, en el diario El Nacional. Ahí escribía también Abelardo Gamarra, joven huamachuquino, admirador de don Manuel Pardo y más tarde devoto fiel de don Manuel. Nadie sospechaba, en casa de los González de Prada, que Manuel era el redactor de algunos virulentos comentarios sobre la realidad peruana. doña Josefa, en la sobremesa, fenecido el ofertorio de los choclos. dictó sentencias contra el osado escritorzuelo, impío y descreído, para quien serían débiles todos los castigos del infierno. Manuel escuchaba en silencio, sin levantar los ojos del blanco mantel persignado por los cubiertos de plata maciza. Ay, si hubiera sabido doña Josefa que era él, un Gonzalez de Prada y Ulloa, el impío, descreído, osado, simiente de escándalos.
Tan solo sospechaba la buena señora que su hijo andaba componiendo versos un poco raros, pues algunos literatos venían a buscarle, a pesar de que él se apartaba sistemáticamente de los corrillos. Los amigos íntimos repetían muchas de sus observaciones y recitaban sus poemas.
Le solicitaban colaboración las revistas literarias. Un día, el excondiscípulo Piérola, que redactaba El Tiempo y figuraba ya como político de porvenir, le detuvo en la calle. Piérola era entonces profesor adjunto de Historia y Religión en la Facultad de Letras, cuyo decanato acababa de recibir Sebastián Lorente de manos del Dean Valdivia, y en la cual ya Juan de Arona dictaba el curso de Literatura Latina. Manuel caminaba erguido, pensando en un soneto que deseaba escribir.