24 Amauta SI ERES VIDA ¿POR QUE ME DAS LA MUERTE. por Luis Alberto Sànchez. abandonar San Carlos, trasponiendo los umbrales de la vida, el joven abogado trunco se encontró en un ambiente propicio. La época se amoldaba a sus gustos, y no experiimento, por consiguiente, ningún remordimiento, al arrojar a un rincón de su estancia aquellos voluminosos códigos en los que volcara inteligencia y vida, su padre, el doctor don Francisco.
Manuel quiso observar la vida misma, antes de intervenir como beligerante.
Pasaban junto a él los escritores famosos de entonces. Todos con corbatones de lazo, como mariposas negras, anudadas en derredor del cuello no siempre blanco, pero siempre rígido; o con aquellas otras corbatas presuntuosas de plastrón, solemnes y ostentosas, que daban a los hombres un aspecto de evadidos de un grabado en acero. Barbas cortas y pulcras a lo Espronceda; perillas esbeltas y lacias como las de cualquier capitancito del futuro Napoleón el Chico; melenas ensortijadas a fuer del abuelo etíope, o lacias, por proclamar el abolengo indígena; bigotazos mosqueteros en menor número que los bigotazos copiosos, pero derrengados sobre las comisuras de los labios; gestos rebeldes o sitibundos, Manfredo o Chatterton; y, sobre el corazón, aunque no sobre la solapa, la condecoración más alta: incomprendidos por la imperecedera Ella.
Prada, con su apostura enhiesta y serena, no se resignaba a ser como esos vivientes grabados románticos, pero, en secreto, deseaba parecérseles. Quedaban dos sobrevivientes de la vieja guardia: el comandante retirado don Manuel Ascensio Segura, y el aristocrático exministro don Felipe Pardo y Aliaga. Aquel arrastraba su vejez cansina, desengañada, entre las tertulias de El Comercio las largas pláticas en casa de don Juan Antonio Ribeyro y el merodear por los Portales de la Plaza de Armas, charlando con indefinidos famélicos sobre montoneras inminentes: a veces interrumpía la perorata politiquera y le encendía el único ojo cíclope cesante y anticuchero al pasar a su lado alguna mozuela de saya y manto, contoneando provocativamente las caderas, al taconeo impertinente del menudo pié. En cambio, Felipe Pardo, apoltronada su vejez patricia y relumbrante en su sillón de paralítico, miraba, larga y amorosamente, a su hija Paca, afanada en copiar los celebrados versos, versos alegres a menudo, pero enronquecida la alegría por una inocultable amargura de desadaptado. Los dedos afilados del paralítico separaban de cuando en cuando una página: no, esto no lo copies, Paca, es demasiado alusivo. y quedaba olvidado el epígrama picante. Así vivían los dos antiguos ídolos literarios.
Todo el que manejaba la copla populachera y escarbaba la costumbre nacional, iba a rendir pleitesia a don Ascensio. Todo el que sentía la literatura como patrimonio de escogidos, ejercicio dilecto, cultista, imitaba al señor Pardo. Don Ramón Castilla, el antiguo adversario de don Francisco González de Prada, se identificaba un tanto con Segura, que, también había libertado a los cafres, pero a los cafres literase