80 Amauta de tener el título, le mandaron a nuestra villa con no sé qué cargo gubernativo, encargándole también de la jefatura de policía. Pero este Persius era ya otro hombre. Ahora, que ya no tenía que temer ningún examen y creía asegurada su posición hasta el fin de sus días, echó por la borda la fingida modestia de sus años de estudiante, y a la tontez añadió la arrogancia. Sus modales eran secos y expeditivos. Se creia el comandante de la plaza. Aunque jamás montaba a caballo, no se le caía de la mano el látigo. De los oficialillos de la guarnición vecina copió los guantes blancos y el monóculo. un viejo juez del distrito, que recataba sus ideas liberales, no le llamaba nunca por su nombre, sino ese cerdo pacifista. Retiró el saludo a un abogado judío que le había preparado para el examen enseñándole los elementos del Derecho internacional. Todos los que no compartían sus opiniones, eran unos imbéciles. Los franceses, unos degenerados. Alemania, la tierra ilustre de los poetas y los pensadores. Se sabía de memoria todas las poesías chovinistas de Teodoro Korner, y dondequiera que encontraba un piano poníase a aporrear en él un potpourri de canciones patrióticas. Sus cantarés, cuando estaba borracho, eran siempre nacionalistas rabiosos. Los obreros eran para él una canalla, y ni el mismo Bismarck le parecía bastante puro. Jamás puso el pie en el extranjero.
Los días que tenía de vacaciones los aprovechaba para asistir a las grandes maniobras dirigidas por el Káiser. Era la mano derecha de la autoridad gubernativa. El puesto que ocupaba obligábale a enderezar sus energías preferentemente contra el enemigo interior. La última frase que se había aprendido de memoria era la de esos desgraciados que no tienen patria. Era demasiado imbécil para rozarse ni ligeramente con las ideas socialistas. Combatía a un adversario al que ignoraba, y esto daba una seguridad imponente a su porte. Mi padre había seguido con cierta simpatía la evolución de su tímido pasante.
Era lo bastante liberal y nacionalista para comprenderla, comprensión tanto más explicable si se tiene en cuenta que Persius seguía testimoniándole el respeto de siempre. Todos los meses le hacía una visita, y a mí, cuando me encontraba en la calle, me paraba y me decía, indefectiblemente. Cómo va, amiguito?
Yo tomaba aquello de amiguito al pie de la letra.
Por eso, al verle ahora junto a la puerta, siempre escoltado por el guardia, le grité. Buenas tardes, Herr Doktor!
El comisario se pára y recorre con ojos ceñudos el frío muro obrero, sin saber de dónde viene el saludo. Al fin, consigo romper las filas a fuerza de codazos, salto al haz de luz del patio, y vuelvo a exclamar. Herr Doktor!
Persius levanta, irritado, la nariz, y pregunta con voz altiva. Quién me llama. Qué ocurre. Her Doktor! contesto, y pienso en aquellos días no lejanos en que practicaba y aprendía sumiso en el despacho de mi padre. Soy yo! me planto delante de él, inclinándome cortéstemente. Pero él frunce el ceño y me pregunta secamente. Qué haces tú aquí?