Amauta 79 dos en las sombras de la noche como dos montoncitos de nieve derretida o dos panecillos sin amasar.
Son los guantes blancos del Dr. Persius, comisario de policía, que viene acompañado de un guardia. Pasa por entre las filas sombrías de los obreros y el guardia le abre paso, gritando: Apartarse!
Los obreros se retiran, pero su retirada fragua un muro, por delante del cual avanza, un poco perplejo, el señor comisario, sin saber a dónde mirar. Tiene paso, pero no horizonte. El sable del guardia suena contra el pavimento con el chasquido de una máquina descompuesta. Herr doctor Persius es conocido mío. Me acuerdo perfectamente de cuando, a poco de terminar la carrera, practicaba en el despacho de mi padre y venía con frecuencia de visita a nuestra casa, obsequiando a mi madre con ramos de flores. Mi madre no podía tragarle ni oír sin un gesto de desdén las carcajadas estrepitosas con que reía cualquier chiste de sus jefes, pero mi padre le tenía cierta estimación; creíase obligado a dispensársela en gracia a Persius padre, un abogado que tuvo cierta fama en la villa, y en cuyo bufete había practicado de joven.
Este Persius, el viejo, era un hombre más aficionado a los placeres del mundo de lo que sus rentas le permitían, razón por la cual, cuando ya tenía cumplidos cincuenta años, amenazado por inminente bancarrota, hubo de apresurarse a contraer matrimonio con una chica rica y un poco idiota, hija de uno de los comerciantes más fuertes de la localidad.
La escasa inteligencia de su hijo debíase a esta unión, de que el abogado se vió en seguida libre, gracias a un ataque al corazón que puso rápido remate a su vida. El chico pudo lograr acomodo en el Instituto de una pequeña villa rural, en que el nivel de los estudios era lo suficientemente accesible para que pudiesen llegar a él los hijos, medio idiotizados también, del príncipe regente de aquellos territorios. Cuando hubo obtenido el grado, su madre se encargó de elegir carrera. Para comerciante, era demasiado imbécil. Con ayuda de profesores particulares y de clases de repaso, logró aprobar el primer examen. en la reválida pasó también, a fuerza de empollarse de memoria, horas y hohas, los viejos apuntes de su padre. hasta hizo un examen lucido, pues, como todos los tontos, tenía una magnífica memoria. Como carecía de ideas propias, le sobraba sitio para alojar las palabras ajenas, a fuerza de leerlas y machacarlas veinte veces. Su cabeza era un almacén vacío en que los demás apilaban sus productos. Cuando todavía tenía por delante algún examen que aprobar. Persius era de una humildad admirable. Contestaba con un sí, señor a cuantas preguntas se le dirigían, y antes de preguntar él cualquier cosa, hacía siempre una reverencia cortés. Su cortesía llegaba a extremos heroicos, como el de escuchar, sin la más leve interrupción ni un gesto de impaciencia, a todas y cada una de las parleras mujeres de sus superiores, aguantando hasta el final y con cara plácida y sonriente, sus tiradas insoportables. Cuando era algún hombre el que hablaba, adoptaba una actitud recogida de silencio y se esforzaba por retener de memoria sus palabras. si luego le preguntaban por su opinión, reproducía con maravillosa exactitud la del interpelante, con lo cual se había conquistado su simpatía. Después