Strike

78 Amauta Cuando ya voy acercándome al caserón, caigo en la cuenta de que el padre de Augusto no puede haber sufrido ningún accidente en la fábrica, como yo pensaba, porque están en huelga desde hace cinco días.
Las intalaciones de seguridad adoptadas en máquinas y calderas eran notoriamente insuficientes. Los obreros pidieron que se mejorasen; pero la Dirección, mediatizada por unos cuantos aldeanos ricos, no accedió a la súplica y estalló la huelga, dirigida, como siempre, por Kremmelbein.
and Los patronos, dispuestos a no tra gir, contrataron a un tropel de peones extranjeros para que trabajasen como esquiroles; pero los jefes de la huelga, enterados de ello, organizaron retenes encargados de impedirles por la fuerza la entrada en la fábrica.
El accidente en que había muerto el padre de Augusto tenía que ser, por tanto, de otra clase. Lo habría arrollado un tren.
En las inmediaciones de la casa veo una masa de gente, apelotonada en grupos sombríos e inquietos. Todos llevan gorra; son, por consiguiente, obreros. Mascullan sordamente no sé qué y algunos levantan el puño contra la fachada del caserón, con sus ventanas iluminadas, sobre la que caen, amenazadoras, las sombras azules de los árboles circundantes. El portón del patio está abierto de par en par; un farol pálido de gas alumbra la entrada, en que está un guardia de centinela. En la noche flota el olor de las primeras lilas. Bajo las burbujas grasas del charco croa una rana solitaria. El guardia se quita el casco y se enjuga con un pañuelo de yerbas la frente, surcada por una cinta de color amoratado. suspira. Suda. La calle está animadísima. No cesan de afluir nuevos obreros, que casi nunca vienen solos, sino en grupos.
Hablan muy bajo; sólo se oye el retumbar de sus pisadas. Todas las ventanas del caserón están abiertas, menos las tres del primer piso detrás de las que vive la familia de Augusto, que tienen las cortinas echadas.
Todos los hombres que viven en el caserón se han echado a la calle. Las mujeres, arrellenadas sobre los alféizares de las ventanas, cuchichean con las vecinas. Dos o tres chiquillos, encantados de que nadie se ocupe de ellos, juegan al fútbol en la acera con un bote de conservas vacío.
Vago entre los grupos de obreros, acechando en vano la ocasión de entrar en casa de Augusto. Una palabra misteriosa, jamás oída: la palabra sabotaje. me cerca, constantemente repetida por todas partes, llenándome de confusión y ansiedad. Las galletas famosas empiezan a reblandecérseme en el bolsillo. Pero ¿cómo sacarlas aquí, delante de tantos obreros? Me acuerdo de que mi madre me dijo un día que no había que suscitar nunca sin motivo la envidia de los pobres.
Un estremecimiento claramente perceptible atraviesa de pronto por la muchedumbre estacionada delante del caserón, comenzando por los que están al otro extremo de la calle y llegando hasta los que permanecemos apostados junto a la puerta. Es el mismo ligero estremecimiento que cruza la clase cuando el profesor penetra en el aula. Una especie de tirón involuntario en que el cuerpo se pone rígido durante un segundo, y cuyo punto culminante es la oración. Yo me estremezco ligeramente, como los demás, aunque no sé de qué se trata.
Por la acera de la derecha se oyen pasos. Pasos secos, cortados, elegantes. El que los produce es de seguro un hombre enérgico. Bajo la bola fatigada de luz de gas destacan dos manchones blancos, colga