Amauta 77 mentales, inspirando pensamientos ajenos a la cruzada del proletariado. Esta librábase, según él, en un terreno estrictamente económico.
Una estadística sobre la crisis de la vivienda, o sobre la mortalidad infantil en las familias obreras; las estadísticas de accidentes en las fábricas y las minas; las curvas acensionales de la tuberculosis; un estudio comparativo acerca del límite normal de vida en los distintos oficios mineros, industrias químicas, tejedores. los balances de los grandes consorcios; los dividendos de las Sociedades anónimas; los sueldos de los directores; las curvas de la Bolsa; los materiales estadísticos sobre cualquier pieza del aparato social, cautivaban a Kremmelbein el fogonero más que la mejor novela. La verdad está en los números. dijo un día en una sesión del Comité de cultura del partido.
Kremmelbein vivía entregado con celo de propagandista a la organización y educación social de sus compañeros. Su táctica era razonar con hechos, y donde otros sacaban a relucir largas tiradas retóricas, él se limitaba a describir la realidad de la situación. Revolucionaba con ejemplos. En vez de fórmulas y tópicos, esgrimía estadísticas. En vez de declamar metáforas, manejaban números. Las veladas culturales que él presidía tenían el rigor y la sobriedad de una clase de matemáticas. Delante de grandes carteles dibujados con tinta china, a los que trasladaban sus estadísticas con impecable pulcritud, exponía a guisa de comentarios sus doctrinas, que los buenos burgueses de la localidad no podían aceptar como buenas, científicamente, porque Kremmelbein no poseía ningún título académico. Pero los trabajadores le adoraban, pues jamás hablaba de una cosa sin tener las pruebas en el bolsillo. Era un revolucionario de buena ley. No tenía más orgullo ni otra ambición que la verdad.
La Dirección de la fábrica seguía de cerca, con cierta atención, las andanzas de este magnífico obrero. Inspirábale miedo su absoluto desdén hacia todo lo que fuese fraseología. más de una vez había hecho llegar a oídos de su mujer, por conducto de ciertos mediadores, que Kremmelbein podía ascender tan pronto como quisiese a capataz, sin más que apartarse de la política. Pero el fogonero, lejos de someterse a las sugestiones de la Empresa, organizó una huelga modelo en que los obreros triunfaron en toda la línea, gracias a él, que excitó a que se uniese al movimiento al personal de todas las fábricas del distrito. La única esperanza que aún alimentaba la Dirección de reducir a este obrero rebelde era su mujer, una bávara que se pasaba las horas en la iglesia. Sin embargo, las suaves amonestaciones del confesonario no podían con las estadísticas de Kremmelbein el fogonero, y cuando la mujer le invocaba a Dios y el orden sabiamente establecido por la Providencia, sacaba del cajón de la mesa sus materiales y sostenía que si la voluntad divina era ésa, él no estaba de acuerdo con Dios. La mujer se veía cogida entre la fuerza contundente de sus argumentos y la autoridad de la fe heredada. no sabía por cuál de los dos caminos decidirse. Era una buena madre.
Todo esto lo sabía yo por Augusto, que sentía por su padre una devoción rendida, como si fuese un sér superior; algo así como un libro encuadernado en pasta. Eterno.