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76 Amauta como huéspedes forzosos. De paso, las ayudaban a multiplicarse, y permitían a no pocas mujeres una pequeña variedad y un poco de descanso a sus maridos, fatigados del trabajo y del matrimonio. Así se explicaba que entre los chiquillos que poblaban el caserón hubiese muchos morenos y rizosos. Generalmente, eran más listos que los demás y les podían en los juegos. Eran los niños mimados de la casa; andaban mejor vestidos que los otros y comían de vez en cuando pan untado con manteca y azúcar.
Les llamaban los cucús. y resaltaban como pintas rojo amarillentas en los muros grises del caserón.
Cantaban muy bien y eran grandes bailarines; muchas veces, se soltaban a bailar en medio de sus juegos. Los hermanitos rubios les hacían corro y admiraban sus movimientos ágiles, en los que hablaba una sangre exótica y libre. Cuando bailaban los cucús. no se oía en el patio una palabra fea, y hasta el sargento los miraba plácidamente, sentado y sonriendo, con sus ojos húmedos de alcohólico. Alguno que otro lucía un corbata meridional, de colores detonantes, la única herencia de su padre. esto, porque al marchar la había dejado olvidada.
Los cucús solían ser la ar de astutos y unos ladronzuelos. Se daban maña para robar dinero y golosinas de las tiendas y hacer recaer ingenuamente las sospechas sobre sus torpes hermanitos, y cuando se sentían observados, deslizaban en los bolsillos de éstos el cuerpo del delito. Si se descubría, adoptaban un magnífico aire de inocencia; si la cosa salía bien, se las arreglaban siempre para despojarles en casa del botín.
Eran los árbitros dirimidores de todas las peleas. No tenían que matarse trabajando. Las madres, que para sus chicos legítimos no tenían casi nunca más que palabras insultantes, a éstos les daban a veces nombres que parecían tomados de cuentos antiguos. Nunca les pegaban. los hombres que les habían dado el apellido no se atrevían tampoco a increparlos cuando, de mayores, volvían a casa borrachos los días de paga. Los trataban como si fuesen bastardos de misterioso origen, cuando, en realidad, no eran más que la simiente espuria de míseros peones meridionales.
La familia de Augusto Kremmelbein vivía en el primer piso, pues el padre llevaba ya más de quince años empleado en la fábrica como obrero fijo. Era un hombre tranquilo y parco en palabras. Los ratos que tenía libres los dedicaba a hacer tallas en madera y trabajos de marquetería o a la lectura de libros que sacaba prestados de la Biblioteca pública. La sed de ilustrarse le robaba al descanso no pocas noches.
Leía casi exclusivamente obras científicas, libros de Medicina, de técnica o de Economía. Después de estudiar pesadamente y por sus pasos contados las obras de Marx, Engels y Bebel, se afilió al partido socialdemócrata. Sus convicciones, a diferencia de las de muchos, tenían, como él se complacía en poner de relieve, una base científica, pues antes de abrazar la causa había analizado meticulosamente el sistema y sopesado el pro y el contra. Kremmelbein era un hombre seguro. él se debía la hábil organización del movimiento societario en nuestra villa. Fundó un club obrero de deportes y unos coros obreros, y con los escasos medios de que disponía formó una pequeña biblioteca circulante, en la que sólo se admitían libros de ciencia y las obras de los caudillos y fundadores del socialismo. Desdeñaba los libros de amena literatura que, a su parecer, desviaban el espíritu de las ideas funda