Amauta 75 echo a correr, pero con precaución, sobre las puntas de los pies pues aún no había visto ningún muerto. vuelvo las galletas al bolsillo con un gesto desdeñoso.
La familia de Augusto vivía en el Caseron. como despectivamente lo llamaban los que tenían casa propia. Estaba situado de propósito en un extremo de la villa; había sido construído hacía unos dos años por la Compañía propietaria de la fábrica de azúcar, y encerraba dieciocho viviendas. Dos de las situadas en el piso bajo se reservaban para los obreros de más categoría; en las demás, cada familia tenía que contentarse con dos piezas. En el caserón vivía una nube de chiquillos.
Se situaban por bandadas en la escalera, y cuando asomaba algún desconocido armaban una gritería espantosa. La mayor parte del tiempo lo pasaban pegándose; a todas las mujeres que veían que no fuesen sus madres, les sacaban la lengua. Por lo general, traían en la mano un trozo áspero de pan untado con una capa de mermelada negruzca, que cuando lo llevaban a la boca se mezclaba con los mocos.
Solía encontrárseles también en el patio, formados en corro y apostándose a cuál meaba más alto. El campeón obtenía como premio una caja de cerillas vacía de las que mendigaban por las tiendas. Otras veces, se iban a jugar junto a una charca cuyas aguas estancadas tenían un color blanco lechoso y olían apestosamente. En los bordes de la charca crecían unas hierbas míseras y por allí cerca un lilo daba sombra. cuando la dulzonería de sus flores se mezclaba a las emanaciones de las aguas putrefactas, el aire se hacía irrespirable.
Los inquilinos del caserón llamaban a aquello a la charca, a las hierbas y al lilo el parque. pues la dirección lo había mandado abrir para que sus obreros se reposasen los días de fiesta. Había también dos bancos de madera de pino, con unos cartelitos donde se leía: Prohibido terminantemente ensuciar en estos lugares. De estos bancos disfrutaban por turno los varios pisos del caseorón, y cada parte se cuidaba celosamente de que las demás no permanecieran sentadas más tiempo del que les correspondía. La fábrica había puesto de guardián y portero de la casa a un sargento retirado, al que le gustaba mucho el aguardiente y que gozaba pegando a los chicos. Les llamaba golfos y puercos, y a cada paso los dejaba encerrados en los sótanos sin razón ni motivo, a lo mejor porque le habían sacado la lengua. Los muchachos se vengaban ensuciando por las noches en el portal.
El sargento había heredado algún dinero de una pariente del campo, y al final de la semana siempre había alguna mujer, inquilina de la casa, que le pedía prestados un par de marcos. El accedía al préstamo siempre que la solicitante no tuviese inconveniente en pasar una hora con él a puertas cerradas. veces, ocurría que, después de algunos minutos, la mujer tuviese que subir y mandar en su lugar a la hija a buscar el dinero. Seis de los chiquillos del caserón se parecían extraordinariamente al sargento; de ellos, cuatro eran idiotas.
La gente llamaba a este caserón La Valaquia. porque la fábrica en las épocas de más trabajo, solía albergar en los pisos altos a un tro. pel de obreros rumanos, que las familias tenían que admitir a dormir