74 Amauta Sabotaje tas.
Cruzo lentamente la plaza. Las grávidas copas de los castaños se ensombrecen.
Me paro delante del monumento a la guerra, un obelisco de piedra areniza, de color gris, cercado por una verja de barrotes bronceados en forma de lanzas, y, bajo la sombra grasa de la piedra venerable, vuelvo a sacar el paquete del bolsillo y contemplo amorosamente las galleTodavía huelen.
Doy dos vueltas alrededor del monumento dos veces me las llevo a la boca, pero sin decidirme a hincarlas el diente.
Apoyado contra la verja, con la mirada fija en la palabra Gravelotte, grabada en la piedra en letras de oro, y el pensamiento puesto en las galletas, contento de haber encontrado, al fin, una solución al dilema a todo correr. Pero no como otras veces, con ese avance sereno y calculador, exacto en los movimientos que hace de él uno de los delanteros más temibles de nuestro equipo de fúlbol; su carrera es veloz, precipitada; el busto avanza con más rapidez que las piernas.
Corro a su encuentro, aguardo a que pase y le grito, alargándole las galletas fatales, veo a Augusto Kremmelbein que viene calle abajo torturante. Augusto, Augusto, toma estas galletas, para tí!
Pero él no las mira siquiera. pasa sin detenerse por delante de mí; su respiración me roza la cara; me tropieza con el codo en el pecho. Augusto. sigo gritándole. corro tras él. Con grandes esfuerzos logro darle alcance. Como necesito todo el aire para correr, le hago señas desesperadas, enseñándole las galletas. Intento detenerle, y por poco me derriba. sigo corriendo detrás de él, sin saber el porqué de tanta priAl cruzar la tercera bocacalle logro sacarle un par de metros de ventaja; me vuelvo, y mis pies danzan locamente retrocediendo cara a él. Con el último resto de ternura de que dispongo, endulzo la voz. Augusto, toma, te regalo estas galletas.
Pero Augusto menea la cabeza, haciéndome seña de que no.
Al fin, le veo la cara, roja, con los ojos hinchados de llorar, y pegados en las mejillas, restos de lágrimas amasadas con polvo y con sudor. La boca, entreabierta. Los labios, azules. Qué te pasa, Augusto? le grito, tremolando, ya sin esperanza, el regalo. Mi padre! chilla. Me da un empellón y dobla corriendo la esquina de la calle donde vive, sin que haya fuerza humana que le sujete.
Otra vez a solas e indeciso con las galletas dichosas.
Las recias pisadas de las botas ferreteadas de Augusto resuenan entre las casas silenciosas. Alguna desgracia ha ocurrido digo para mí en voz alta, y me espanto al oírme. Me imagino al padre de Augusto, que trabaja de fogonero en la fábrica de azúcar, cayendo en una caldera y tendido en un cobertizo con la rigidez de la muerte y escaldado, o quién sabe si metido ya solemnemente en el ataúd y rodeado de velas, en el mejor cuarto de la casa.
sa.