Amauta 63 nas noches. Una garúa finita estriaba los focos públicos. Un tranvía pasó desocupado. El Gaviota, en lugar de marchar a su cuarto, se dirigió al Malecón. Un poco de aire que le despejara. En el Muelle de Guerra, por el lado que mira a Chucuito, se recostó con los codos sobre el muro y la cara entre las manos. Las luces de los barcos subían y bajaban. Los remos, exactamente espaciados, de una barca pesquera levantaban agua de plata. Corría un viento fresco. allí, frente al mar, recordó sus malas andanzas, sus entusiasmos, sus alegrías, sus tristezas, sus apuros por monedas. Esa mar, esa mar tan querida y tan odiada le separaba de su vida de antes, de las tierras por las que vagara, sediendo de aventuras, loco de distancias. Alla viviría siempre don Charles, ese don Charles que tanto le quiso y a quien tanto amara. Ese viejo que supo tener con él ternuras que nunca gustara antes. Ese viejo que le re galaba prendas y se equivocaba a la hora del pago con unos soles demás que aliviaban al muchacho de pesares. Ese viejo, ese gringo peruano que le mandaba acostarse porque suponía que estaba mareado y que luego le llevaba té y limón que le pasasen las náuseas. Ese gringo tan bueno y tan noblón, ese gringo.
Y, quién sabe por qué, si por la brisa o las copas, los ojos del Gaviota se humedecieron tontamente. Prendió un cigarro y se marchó zigzagueante. La gran perra!
na.
En el Vulcano, la enorme factoría retumbante, perdió el puesto.
Para albañil no tenía ganas. Un taller de carpintería, fera tan sórdido!
Estibador en los muelles era trabajo duro y mal pagado. dónde ir? Eran ya muchos sus años para volver a importunar a las gentes con el pregón eterno: pla de a mil! La venta de periódicos dejaba pocos chuyos y vender boletos en un tranvía o en un cinema era esclavizarse tontamente. Además, todos esos trabajos estaban distantes de la mar que, una vez gustada íntimamente, no se puede abandonar a pesar de sus furias, porque tiene también sus encantos. Esa mar viene a ser para sus gentes lo mismo que una china zandunguera, engreída, querendoY a la mar volvió. Es decir, a medias. En el Resguardo le dieron un puesto ínfimo pero al menos había la compensación de ver gentes, de ir a bordo de los barcos que llegaban, de despachar equipajes. Allí, en el Resguardo, tenía al menos la fruición mínima de tratar todavía a los vagabundos de todos los países y de vez en cuando meter de contrabando un ciento de cajetillas de cigarrillos o una pieza de seda. Le uniformaron de azul. así comenzó su nueva vida, anclado otra vez, quizá si para siempre, en la rutina del puerto estrepitoso.
Lentos pasaron unos meses, un año y otro año. Ya supo hacerse a todas las exigencias de esa vida y aprendió mañas de las gentes que, por la boca del río, metían zapatos, lencería y drogas de contrabando. esos hombres, medio ladrones y medio justicieros; a esos contrabandistas, últimos protestantes de la dura inflexibilidad de Códigos y Ordenanzas, aprendió a perseguirlos con una saña que cualquiera habría dicho venganza.
Si, una venganza inconsciente contra esos hombres que vivían en el mar. Contra esos miserables que, por unos soles, se exponían a un tiro o al presidio. Una venganza que era despecho y era