Amauta 61 ñían tangos y reían marineras. Dos voces se juntaban en el jay! largo de un triste criollo y las guitarras retozaban bajo los dedos de sabe Dios qué zambos faroleros.
Era la hora en que salían aquellas mujeres de trajes colorinescos.
Sin sombrero, con una ligera mantita sobre los hombros, avivados los labios y mejillas, invitando con el brillo de los ojos rápidos, pasaban por las calles taconeando fuerte para mover las ancas.
Llegaron a la fonda. Todavía pidieron unos piscos. Luego cenaron. De sobremesa charlaron extendiéndose en recuerdos. Cuántos años faltaba Gaviria. Diablo, si se embarcó el año 271. Compadre, si parece que jué ayer. Quién iba a crer. Dos años largos. Quién lo iba a creer. Dos años! Y, sin embargo, esos años pasaron, qué pronto. Dos años se estuvo vagabundeando por tierras lejanas y desconocidas y al volver nada cambiaba: ni los hombres ni las calles. La misma fisonomía, un poco más dura, en unos; la misma fisonomía, más tierna, en otras.
Los amigos que dejara tarnáronse más curtidos; las calles guardaban siempre su mismo aspecto hospitalario y dulce. En ellos. Cepeda, Contreras, Narváez. el cinismo práctico de quienes tenían que luchar salvajemente contra la vida. La calle Lima, la Constitución, la Castilla, la Adolfo King, todas iguales. Alguno que otro edificio nuevo, pero los restantes, viejecitos, mohosos, carcomidos, patinosos de tiempo, con la misma traza socarrona y triste. para que no enterneciesen recuerdos ni agobiasen saudades, pagaron y se fueron.
IT Volaba de prado en pradooo, volaba de loma en lomaaa, volaba de prado en prado, volaba de loma en loma, un palomo enamorado que sintió separado de su inoceeente palomaaa!
En el fondo de la sala roja, un piano, un cajón, una vihuela, una bandurria. Piano, vihuela y bandurria lloraban con un dlin don tierno, prolongado, melancólico. El cajón, bajo las manos sápidas y musicales de un zambito melenudo y tuerto, cantaba en monorrítmicos golpes redoblados. Era el único reilón en la jarana parca, cajoncito peruano!
Alrededor de la sala, una banca larga, forrada de terciopelo rojo y ya raído. Unos espejos, faltos de azogue los pobres, multiplicaban las dos únicas parejas que marineaban farolonas y pirueteras. Una lámpara que fué de gas brillaba ahora con eléctricos focos pavonados. Las mujeres bostezaban en la espera de clientes. En una habitación inmediata. la cantina, se escapaba el gas de las cervezas en taponazos sordos. Una bulla de vasos y risas delataba un jolgorio borrachín.
Eran los cuatro amigos, Cepeda, Gaviria, Contreras, el chino Narváez y Diana, el camote del chino. La hembra se mostraba dentro de un traje rojo que se plegaba a las curvas llenas y fuertes de su cuerpo esbel