Amauta 59 No pudo continuar. Algo se le anudó en la garganta al muchacho que le estranguló la voz y se la hizo femenina y flaca.
El gringo volvió a otra esquina la cabeza, pero todavía se le pudo ver que los ojos le brillaban extrañamente y la barba, con blanco, ya, entre el rubio oscuro, le temblaba con algo que era. apuesto lo que quieran una cosa así como llanto.
Gaviota arrió fuerte la puerta y llorando, llorando, se tiró al chinchorro en que le esperaba Loevy mudo y grave.
Comenzaba a encenderse la Isla.
SEGUNDA PARTE UEVO habían dejado el hábito de Nuestra Señora del Carmen. En una peana, ceras prendidas y florcitas de papel.
Dos focos eléctricos hermanaban la fe y la ciencia, y un milagrito, de cobre no más, atestiguaba la influencia parca de la Santa Virgen en la Corte Celeste. El caño, viejo amigo del Gaviota, no lo habían cambiado. Su cobre se enverdecía de orín.
El botadero de fierro, oxidado y mugriento, recibía, como siempre, las confidencias claras del agua que cantaba sus frescos instantes, de la labaza turbia de las bateas, de los desperdicios inmundos de baldes y bacines. Por el centro del solar, un nuevo senderito de ladrillos chatos y anchos. entre los cantos menudos, un musgo ralo, verdecino, mustio. Allí estaba su viejo cuarto. Misia Francisca todavía oficiaba de portera, gorda y chata ante la batea de agua azulina. el mismo cantar pendía de sus gruesos belfos, mientras restregaba sobre la tabla las piezas de ropa que entre sus manos mudaban de color.
Nuevito habían de jado el hábito de Nuestra Señora del Carmen!
Otra vez lo pintaran al temple y otra vez relucía la corona inmensa de la Virgen abogada. su derecha e izquierda, dos angelones sacaban Animas Benditas de un purgatorio de yema de huevo. El Niño, en el regazo de la Madre, mostraba los escapularios eficacísimos a la hora de la muerte. Otros patriarcas y otras almas todavía se chamuscaban en el castigo temporal y tremendo.
Por entre las cañas que sujetaban cordeles en que se secaba ropa recién lavada, una parvada de palomillas hembras y machos, retozaba con bullangas. Dentro, sabe Dios qué ocioso, rasqueaba en una guitarra una nueva canción tristona. esta canción, cantada así tan a deshora, contagió de nostalgias al muchacho que, guiado por Misia Francisca, penetró al cuartucho donde viviera antes del viaje. Mala pata, Gaviota! El, que pensara vivir, para siempre ya, abordo del cacho vagabundo; él, que pensara no volver a la tierra querida y añorada, que supusiera volverse un hombre, un hombre de mar que es ser doblemente hombre; que imaginó vagar por los mares desconocidos y anhelados y que, al fin. Dios lo habría queridol tuviera su cacho donde mandar y vivir, venía, otra vez, a la sordida vida de todos los días, llevando en el alma la visión de los puertos entrevistos entre un trago y un lío, para ver pasar, otra maldita vez, las horas muertas ofreciendo números de lotería y diarios aburridos. Mala pata, por los clavos!