Amauta 83 lo, se dirige furioso a donde está Kremmelbein y levantando la mano como si fuese a pegarle, grita. Ya está usted cerrando el pico. Por qué no nos ponemos en marcha? dice Kremmelbein. La calle está libre. Andando! repite uno de los guardias que escoltan al fogonero. el otro da la misma orden. Andando! y se coloca a la izquierda del detenido.
Kremmelbein baja la escalera con paso fuerte y sereno y es como si los guardias que le siguen viviesen también de sus pasos. Detrás, a una distancia de tres metros, avanza Persius, a retaguardia del agente gordo y bigotudo.
El sargento portero, apoyado contra el marco de la puerta, contempla nostálgicamente el cañón de acero pavonado de su revólver.
Ya está el preso en la calle. Los obreros van incorporándose al cortejo silenciosamente. Todo está quieto y sólo se oyen las botazas de los guardias resonando contra el pavimento.
Apenas se habrían alejado unos diez metros, cuando las masas rompen a cantar. Primero fue una voz sola, muy joven, tímida y dulce, pero luego, como si todos hubiesen estado esperando esta señal se unieron a ella, tras los primeros acordes, en una armonía maravillosa, las voces de todos; las profundas voces de bajo de los hombres de cincuenta años, las voces elegiacas de barítono de los de treinta, y, por último, desde las ventanas del caserón, la clara voz de soprano de una muchacha.
Cantan su himno, y lo cantan en honor de Kremmelbein el fogoY, al unísono de sus voces, sus cuerpos van formándose en columY avanzan.
Avanzan detrás del preso y le cubren la retaguardia con su conero.
na.
ral.
Oigo un momento la voz chillona de Persius. Pero nadie la escucha ni distingue. La arrolla el estribillo. Agrupémonos todos bajo la Internacional!
Salto de la pared en que estoy encaramado y corro detrás del cortejo. veo sus caras, transfiguradas por una alegría extraña. veo a Kremmelbein, esposado, que marcha entre dos guardias a la cabeza del cortejo, como si fuese él el capitán y Persius su prisionero.
El comisario, nervioso, estrujado por la masa, delibera con el guardia que le escolta; pero éste, aunque pretende reforzar la fuerza auditiva de la oreja con el cuenco de la mano, tiene que contentarse con alzarse de hombros, devotamente, a cada pregunta.
Todos avanzan al compás del cántico, que rige hasta el paso de los guardias, y Persius, que no quiere someter el suyo a la melodía, no hace más que dar traspiés.
De pronto, los obreros del cortejo se cogen todos del brazo, formando cadena. así cogidos, cantan. Qué importa que caiga el hombre si queda la bandera!
Kremmelbein, esposado, vuelve la cabeza y les sonríe.
ras de los obreros resplandecen.
Las ca(Continuará en el próximo número)