50 Amauta empezaron a ver, en él, un camarada digno. así, cuando desembarcaron en Balboa y fueron a Panamá, Levecq, el inmenso bretón, compró un pleito promovido por un puntapié de Gaviota a la cara de un mulato y que restalló como una cachetada. Al pasar el Canal todos le fueron instruyendo sobre los lugares que veían: Ancón, Bellavista, Gatún.
Don Charles, que tanto gustaba de guardar distancias, ya aceptaba la compañía del grumete en las horas tediosas de la noche. allá, en el puente, mientras el gringo manipulaba en las cartas, el muchacho era compaña alegre del marino.
Casi era otro. Las faenas de a bordo, rudas y violentas, habíanle anchado, solidificado. Y, ya en tierra, algunos compañeros reían del afectado balancear del torso con que el muchacho quería hacer ver sus trazas marineras. No decía mi buque. Decía mi cacho. La fabla cruda del Goviota tomó nuevos ingredientes de la jerga marina y, entre ajos, mezclaba a veces un ;God dam! que hacía sonreir a los gringos. Siempre la camiseta de jersey azul. Del cinturón, un enorme cuchillo de muelle remataba el avío marinero. Comenzó a mascar tabaco y a fumar en pipa. Se afeitaba muy de vez en cuando y el bozo crespo que le crecía le daba un aspecto de chiquillo disfrazado de hombre.
Cuando don Charles le señaló trabajo fijo en el puente, casi trepó a una cofa el Gaviota de alegría. Pilotín. Entenderse con la caña. Ya era un viejo a bordo! Los otros le fueron instruyendo sobre la brújula y en saber guardar el rumbo. La advertencia de no llevar nunca cuchillas, ni llaves, nada que fuera acero, pues la aguja se disfuerza. partida por la proa del buque, la mar innumerable y serena.
Algunos refunfuñaron, sin embargo, de que tan pronto se le diese puesto en el puente. Pero el muchacho, orgulloso de sus trazas, soportaba tranquilamente dos cuartos de guardia seguidos, con tal de meterse bien adentro las enseñanzas de los viejos camaradas.
Noches de a bordo. Altas y brilladoras las constelaciones caminantes. Lejos al oeste, dos puntos que a ratos brillan y a ratos se pierden. Algún barco. Luego la guirnalda fosforescente de los delfines que huyen en zig zags raudos. De las lumbreras, los rayos de las luces encendidas. En esas manchas de luz, manchas de peces que escapan de la angurria de los dorados. Alguna vez el bufido de Luego el retozo de los escualos pacientes y voraces, que siguen a los buques como una estela dentada de peligros. el rumor inalterable de la mar pausada. Tanto se oye este rumor que ya ni se le percibe. allá, en el puente, de doce a cuatro, prendido en la caña del timón, el muchacho rompe nieblas que rutilan en la mar parsimoniosa. Después, las albas sin pájaros. Albas mudas, claras, tranquilas, sobre la mar que se entinta toda con las galas de Levante.
Gaviria, el Gaviota, no tenía perro que le ladrase. Tampoco don Charles Perdida la madre zamba y el padre marinero, no hubo hogar porque no hubo nunca mujer. De una castidad forzada, desfogada en los delirios de los puertos distantes y distintos, solo el mimo de las putas que luego se olvidan como libros aburridos. Por ende, faltaron hijos. Solo descansos breves en los puertos, descansos agitados en las tabernas marineras. No profundizó jamás en las ciuun lobo.