Amauta 81 Sus ojos, fríos como los de un águila disecada, me asestan una mirada que quiere ser tigresca. Herr Doktor le digo tímidamente. he venido a ver a mi amigo Augusto Kremmelbein. No te da vergüenza? me grita, dejándome solo bajo el resplandor blanco azulado de la lámpara de gas.
Pocos segundos después, le veo llevarse el guante blanco a su cara grisácea, contestando al saludo del guardia que está a la puerta. desaparece por la escalera.
Los obreros siguen a pie firme, silenciosos. En las ventanas se apiñan caras inmóviles de mujeres. Nadie habla. En la delgada escalera se oyen crujir claramente los pasos del guardia que acompaña al comisario.
Los obreros se apelotonan todavía más. Oigo que uno dice: Van a detenerle.
Detrás de las cortinas del cuarto de Kremmelbein se ven cruzar sombras escuetas. Luego, todo se queda quieto y silencioso, como si hubiesen apagado la luz.
El guardia del patio sigue metiendo ruido con su sable.
Me da en las narices el perfume de las lilas y a ratos el hedor de la charca.
Por el patio cruzán dos cucus contoneándose y mordiendo sendas rebanadas de pan untado de manteca.
Trepo a lo alto de una pared, desde donde veo toda la calle. La gente, apelotonada, guarda ese continente severo y taciturno de los entierros cuando van a sacar el cadáver de la casa mortuoria.
Todo se desliza con sujeción a preceptos ocultos y misteriosos, a una especie de rito, y hasta la cara del guardia tiene un aire solemne.
Los obreros permanecen silenciosos. Diríase que todo este ceremonial les subyuga y emociona hasta privarles del habla. es que acaso no están todavía hechos interiormente a estos métodos y se sienten un poco asustados?
De pronto, todos se arremolinan hacia la puerta. No se oye una voz. Sólo el deslizarse silencioso de los cuerpos. Como copos de algodón caliente embutidos en una herida. Persius aparece en lo alto de la escalera, y se esfuerza por conseguir aquel semblante severo, tan de moda en aquel entonces entre las gentes de su linaje. Los labios apretados, los ojos ceñudos, la nariz levemente arremangada y la cabeza erguida y rígida. Da no sé qué orden al guardia gordo que le escolta y al que cuelga de la nariz un bigote buenazo como un manojo de berzas.
El guardia se echa el sable bajo el brazo, baja a trompicones las escaleras y grita a las masas silenciosas. Disolverse. Todo el mundo a su casa. Paso!
Herr Dr. Persius se para a la mitad de la escalera y se calza parsimoniosamente los flexibles guantes.
En el vano de la puerta de su casa aparece Kremmelbein, el fogonero, con las manos esposadas y escoltado por dos guardias. En vez de cuello, trae puesta una bufanda. Paso sigue gritando desoradamente el guardia gordo, echa atrás a los obreros esgrimiendo el sable desenvainado. Disolverse, o haré despejar la calle! Persius levanta el brazo izquierdo, con ademán de dar una orden.