BourgeoisieCapitalismImperialism

Amauta 31 desempeñado por el imperialismo, quizá si el antagonismo de clases se hubiera resuelto en un cuerpo de reformas más o menos pacíficas, más o menos democráticas, más o menos formales. Lo comprueba el hecho de que, antes de precisarse el apoyo condicional del imperialismo norteamericano a la revolución maderista, ésta, en la debilidad de sus inicios, se avenía a ciertas y limitadas concesiones políticas del antiguo régimen, tales como la elección de un vicepresidente de la República, de algunos gobernadores y secretarios de Estado, provenientes del Partido Nacional Anti reeleccionista.
Empero, cabe la interrogación de si el imperialismo intervino tonificando y apresurando el desenlace revolucionario entre la aristocracia terrateniente y la burguesía mercantil ¿por cuál razón, entonces, la revolución frutece en parte de su curso medidas ciertamente antiimperialistas, defraudando así, siquiera transitoriamente, los fines y las espectativas fincadas en ellas por el capitalismo llegado a su estadio postrero?
Es que la burguesía mercantil, los hombres de negocios mexicanos, se enrolan en la revolución portando sus propios e intransferibles intereses típicos de clase. La victoria, relativamente fácil, obtenida sobre la asiática dictadura porfirista, sobre el Estado feudal, pensados sólidos e inconmovibles, conforta y afirma sus aspiraciones de poder y de dominio. Sus líderes aceptan transitoriamente el aporte imperialista en horas álgidas, pasando después por sobre los compromisos adquiridos al hacerlo, obedientes al impulso encaminado al goce exclusivo del ingente botín capturado y que, de otro modo, habrían de compartir con su afanoso y voraz aliado circunstancial. El sector más vitalizado de la pequeña burguesía no podía contemplar en el imperialismo otra cosa que un enemigo acerbo de su propio y autónomo encumbramiento.
Comprendía que para una actuación suya, provechosa e independiente; para el disfrute integral de la nueva realidad debida a sus esfuerzos, precisaba no únicamente la liquidación de los valores y sistema feudales, sino también la eliminación de la tutela imperialista. Era la suya una lucha bifronte, contra dos enemigos tentaculares e igualmente poderosos. La clase feudal no podía aceptar pasivamente su derrota. El imperialismo no se sometía al desempeño de un puesto subsidiario en la formidable promesa constituída por esta zona de América Latina, geográficamente suya por el imperativo del monroismo económico. La Constitución del 17, en lo que lesiona el concepto tradicional e inflexible de la propiedad, lo hace obedeciendo a este doble fin perseguido por la burguesía mercantil, encumbrada y victoriosa. Su praxis se enmarca por una concorde trayectoria.
La revolución había vencido pero no aniquilado a la feudalidad.
Como en todo organismo viviente llegado a su ocaso, signado por la proximidad de una muerte segura, las manifestaciones de actividad de sus partes llegaban al paroxismo, se agitaban en una defensa desesperada de su ansia de pervivir dentro de los límites propios de sus viejos moldes.
De todos los frentes feudales, eran el clero y la Iglesia quienes más activa, militantemente, expresaban estos esfuerzos, constituyéndose en porta estandartes del Medio Evo. Existían razones especiales para este su rol como pioneros de la reacción. La Iglesia y el clero, parcialmente debilitados en el curso de las luchas suscitadas por las Leyes de Reforma, habían readquirido sus posiciones primarias, políticas y eco