Rosa Luxemburg

10 Amauta chas con los propios hombres de su ideología, apartados de lo que ella pensaba la única senda posible; no se doblegó ante la amistad, cuando tuvo que elegir entre ella y la idea traicionada; no se doblegó ante el dolor, cuando vió caer bajo las balas de la guerra los afectos más caros de su alma; no se doblegó ante su propia debilidad física, cuando el espíritu, invencible, se erguía como siempre, pero el cuerpo clamaba ya por el descanso, ese descanso que bien pronto habían de darle los golpes de sus asesinos. Nada pudo doblegarla. Estaba sostenida por la fortaleza indestructible de la pasión abstracta en la que incesantemente ardió. La idea de la revolución social era la estrella polar siempre fija en el cielo de esta alma excesiva. Vivió para ella y murió por ella; toda su existencia está ahí, y todo cuanto a la revolución no se refiriera fué en su existencia secundario.
Para ciertos seres el límite de un destino individual resulta cárcel demasiado estrecha, y necesitan abarcar en sí mismos vidas innumerables, identificarse con el destino de un pueblo, de una clase social, de algo que supere el yo egoísta, aferrado a su ración de vida como el animal a su presa. Al colocar el objetivo máximo fuera de los términos de su propia vida, esas grandes almas se sitúan de inmediato por encima de todas las vicisitudes vulgares. Dotados de una voluntad poderosa, ellos arrancan de su pie el pesado grillete del propio destino, que todos arrastran, y libres, se entregan de lleno a la obra que se han impuesto.
Son los únicos libres. Evadidos de la celda de sí mismos, los posee continuadamente la embriaguez ardiente de la lucha, la sensación de fuerza soberana que debe experimentar aquel que se siente y se sabe dueño único de su vida. Victoria suprema! El que a sí mismo se ha vencido hasta ese extremo, es ya por ello sólo, el más grande de los triunfadores. esta fué la victoria de Rosa Luxemburgo.
Frágil de cuerpo, como si todas sus reservas vitales hubieran estado dedicadas a nutrir su equilibrado y poderoso cerebro, los ojos resplandecientes, irradiando de sí misma un júbilo perpetuo y una seducción irresistible, así la describen los que la conocieron en su juventud, cuando la Rosa Roja se hallaba en su floración plena. Después los repetidos encarcelamientos, el exceso de trabajo, las penurias y las agitaciones, habían tornado sus cabellos totalmente blancos a los cincuenta años no cumplidos. Pero nada puede hacerla abdicar de su concepción activa y jubilosa de la vida. Atravesaba los años que debieron ser ya calmados de la madurez, con el espíritu desbordante de una juventud inmortal. En marzo de 1917, escribía a Luisa Kautsky desde la prisión donde el gobierno alemán la había arrojado casi desde el comienzo de la guerra: La primavera, sobre todo, produce milagros en mí. Yo no sé cómo es esto: mientras más y más conscientemente vivo, experimento con más profundidad todos los años el milagro de la primavera, después el del verano, luego el del otoño. Cada día me es un milagro espléndido, y lamento solamente no tener ni tiempo ni lugar para darme toda entera a la contemplación. Mejor dicho, desde hace dos años, tengo por cierto bastante tiempo y ocasión, pero ahora no veo más que tan pocos de todos esos esplendores! Pero errar en libertad, allá abajo, por los campos, aun por las calles, detenerme en abril o mayo delante de cada jardincito, mirar con la boca abierta reverdecerse los arbustos, que tienen cada uno sus yemas torcidas a su manera, ver al abeto sembrar sus estrellitas amarillo verdosas, y aparecer hundidos en la hierba los primeros asters, las primeras verónicas, esto me sería