4 Amauta LA PACIENCIA, por Henri Barbusse.
Colaboración inédita. Texto francés enviado por el autor a Carlos Deambrosis Martins, para verterlo al castellano y publicarlo en AMAUTA.
IVIAN en mi casa, dijo Ardouin, una casa pobre; pues entonces yo no era más que un estudiante sin recursos, y, aún no había emprendido esta brillante carrera que la suerte me ha proporcionado, a falta de talento. Estrechamente albergados en el piso de las criadas, en un cuarto abuhardillado y, a pesar de la edad que tenían y del tiempo inmemorial que llevaban casados, no cesaban de disputar.
No, literalmente no cesaban. En toda la casa se oían sus gritos.
Por la mañana y por la noche, se veía a aquellos dos seres arrugados, con los trajes raídos, las cabezas peladas y los ojos furibundos, bajar por la escalera como si fueran persiguiéndose y siempre precedidos por sus destempladas voces. El motivo de este continuo disentimiento? Habría que ser sordo para ignorarlo, no tan sólo en la vivienda, sino en todo el barrio. La mujer reprochaba al esposo la pobreza en que la había sumido por su ineptitud, su pereza, su vagancia y, sin duda, sus vicios ocultos.
Yo tenía alguna amistad con ellos, y me recibían en su casucha triste y borrascosa que sólo iluminaba de tarde en tarde, la sonrisa de una linda sobrina de diez años llamada Teresina.
Cuando Teresina estaba ausente, cuando en las dos piezas no había más que dos desvencijados muebles, los pisos húmedos, las ventanas grises por las que soplaba un viento glacial, y aquellos dos pobres espectros siempre regañando. la verdadl no resultaba nada alegre. Pero yo estaba entonces en la edad en que se tiene el corazón muy sensible, y era tan triste, tan sumamente lastimoso el ver a aquel antiguo matrimonio detestarse hasta tal extremo, que yo los trataba con timidez.
Ella sobre todo era la más encarnizada. El que no haya oído a aquella fiera, llorando de rabia, tratar a su marido de cobarde y de inútil no ha oído nada! El se defendía jadeante. Tartamudeaba frases incoherentes como si tuviese mucho que decir y terminaba por dejar escapar de su crispada boca una especie de gruñido informe. Era una naturaleza débil. El me contó su lastimosa historia, un día en que ella había salido. Parece que estoy viendo al miserable septuagenario encorvado en su silla, envuelto en su bata remendada, de donde emergía su delgado cuello semejante al puño de un paraguas. sacudiendo su pequeño rostro surcado de arrugas, me demostró como aquella mujer le había amargado su existencia completamente.
Ella estaba de sirvienta en casa de un tío de él. Un rico comerciante que lo había criado y que no tenía más pariente que él. Recién salido del colegio, dirigió a la maritornes, apasionadas cartas conteniendo sus declaraciones amorosas; ella se aprovechó de aquel momento de locura para exigir después la celebración del matrimonio, mostrándose tan ferozmente implacable que aunque el tío le ofreció una