64 Amauta como esa agua que se pudre en los charcos. olía a corcho podrido.
Aunque no acierto a entenderlo bien, el relato me conmueve. Eché a correr y no me acordé más del lápiz. En el pasillo me crucé con mi prima, que parecía, como todas las chicas, muy tersay muy hermosa. De buena gana le hubiera dado un puñetazo. Quiso hacerme una caricia y le escupí en la mano.
En la clase de dibujo me pusieron falta por no llevar lápiz. Como comprenderás, no iba a decirles por qué lo había olvidado. mediodía, se lo conté todo a mi padre. Me dijo que aquella sangre era muy natural y que todas las mujeres, desde los dieciséis años, la tenían durante cinco días, una vez al mes.
Ahí tienes por qué yo no quiero muchacha. dijo, y saltando hacia mí añadió. Comprendes? me echó el brazo al cuello. Júrame que tú no besarás tampoco a ninguna chica. Me la juras?
Ferd me infunde miedo. Pienso en mi madre y querría no saber nada de lo que me acaba de contar.
Le veo delante de mí y tiemblo. Me vienen a la memoria todas las muchachas que conozco. Ya no son lo que eran antes. Ferd les ha quitado toda la belleza. Están como manchadas.
Odio a Ferd.
Pero no quiero odiarle.
Levanto lentamente la mano, y digo. Sí, lo juro.
Delante del granero, el gallo salta sobre la cuarta gallina.
Ferd mle coge la mano. Me la aprieta. Siento su cara junto a mi mejilla y oigo su respiración acelerada.
Tiemblo, pues nunca le he tenido tan cerca.
Veo sus ojos tocando casi los míos. Son como dos grandes habas abiertas. Sus pupilas enérgicas se ensombrecen y en el blanco mate de la niña corren los canalillos rojos de las venas.
Me pone la mano sobre el hombro. Me siento abúlicamente triste. Siento que mi cabeza obedece a su creciente opresión. Delante de mí están sus labios. Sólo veo estos labios.
Son labios muy rojos, y donde se funden con el blanco de la piel tienen reflejos azulinos.
Son los mismos labios que tiene Hilde, cuando al atardecer la enseño a montar en bicicleta por la carretera; los labios que tienen las muchachas cuando pasan delante de uno y se le quedan mirando con los ojos fijos y ensoñados, como si supiesen más que nosotros; y, diga Ferd lo que quiera, sin las muchachas nadie puede descubrir el misterio. de pronto siento que de toda esta confusión se me alza una clara y penetrante curiosidad. Qué pasará si toco estos labios con los míos. Habrá que tocarse para descifrar el misterio. Acerco mi cabeza a la suya.
Su aliento me envuelve.
veo nada. La sangre me martillea en los oídos. Pienso en Hilde. Hilde! 11Hildel! La veo delante de mis ojos. Veo su pelo negro ceñido por una cinta roja, su cara morena que se inclina hacia la mía y me sonríe, sus párpados que se entornan. Me pellizco en el muslo, y siento un dolorr nuevo que enerva y fortalece, que sostiene y derriba, que sujeta y hace huir. Es como entre el llanto y la risa. EL Ya no