52 Amauta de los sucesos bíblicos. en clase interrumpía muchas veces el profesor con un: Es no lo creo. Aunque se tratase del milagro de las bodas de Canan o de las palabras del Señor a Pedro: Vuelve la espada a la vaina Una tarde de sol en que distraíamos nuestro hastío poniendo bigotes a las imágenes de los santos y haciendo que estudiábamos la Pasión, a Ferd se le ocurrió preguntarle al profesor, un viejecillo asmático: Diga usted. por qué ascendió Jesús al Cielo después de resucitar. Por qué no se quedó en la tierra? Todos se hubieran alegrado de tenerle junto a si. Esto le valió una censura en la cartilla escolar, por comportamiento incorrecto.
Esta incapacidad para creer las cosas por el mero hecho de que las relatase el profesor de Religión, la compensaba Ferd con creces en la clase de Gimnasia. Aquí, era nuestro ideal. No había ejercicio que se le resistiese. a la fuerza unía la destreza. Su padre se encargaba de corregir esta gimnasia escolástica por una cuidadosa educación deportista. Todas las mañanas, a las siete, en la era instruía a su hijo en las reglas del boxeo. De pushingball hacía un saco que el comandante había rellenado con periódicos en que venían reseñas de los discursos del Káiser. Para los puñetazos del chico pesaba lo suficiente.
Por los años en que los demás chicos jugábamos en los cuartos sombríos de nuestros papás con soldaditos de plomo a la guerra de los Balcanes, pegábamos sellos en un álbum y éramos castigados severamente si salíamos a la calle en invierno sin bufanda y sin chaleco. de franela, el Comandante sacaba a su hijo todas las trdes a cabalgar por los campos húmedos.
Ferd dormía sobre un colchón duro, y en el verano solía bañarse desnudo, con general escándalo del pueblo, en el estanque de la finca. Si alguna vez le veíamos, nos poníamos todos colorados. Le mirábamos de reojo y veíamos su cuerpo moreno oreado por el aire fuerte de los campos y las tierras, como si fuese hijo de ellas. Un día, un chico pequeño a quien sus padres prohibían desnu darse con luz por las noches al acostarse, se acercó a Ferd cuando salía del baño, y mientras yo le sostenía la toalla con manos temblorosas y volvía la cabeza para no verle, le mordió en la espalda. Ferd, que sangraba abundantemente, le sacudió de lo lindo; el chico que resultó ser hijo del párroco soportaba pacientemente los golpes, frotándose la cabeza contra sus piernas con gran fruición y besándole en las caderas. Ferd, al darse cuenta, le apartó con un empellón, y el pequeño salió corriendo por el eampo y fué detrás de un árbol a mastumbarse. Unas jornaleras polacas que le observaban riéndose maliciosamente, se plantaron en jarras delante de él, y apuntándose a los regazos con un gesto procaz, le animaban. El chico escapó llorando hacia su casa.
Ferd era famoso en toda la escuela por sus puñetazos. Todos le respetaban, hasta los mayores de la clase. Zanjaba todas las disputas con su impecable corrección de deportista, y se indignaba si no se luchaba limpio. Aquel que se valiese de malos ardides en una peleaque echase, por ejemplo, la zancadilla al contrario o le diese en el vientrenera desafiado en seguida por él a tres rounds e infaliblemente deYrotado para vindicación del honor de la clase.
Ferd no tenía enemigos; sólo adversarios y combatientes leales.
Ninguno de los vencidos por él le guardaba rencor. Su padre le había