22 Amauta No puedo. No puedo. No puedo.
200. Entonces no quiere felicitarme por Navidad? Clarence callaba. Venga. No puedo.
Estaban parados, quebrando la lenta multitud. Clarence levantó la cabeza y dejó que su dominio personal brillase sobre las regiones inferiores donde habitaba su amigo. Daley reía. Pero venga; déjese de regalonerías. es que se ha vuelto loco de repente? Vamos. Hace frío. tomaremos punch caliente.
El rostro de Clarence estaba en alto, irradiando seguridad.
En torno a su rostro surgía la gente; rostros ciegos, inexpresivos.
Detrás de su rostro se levantaba la hilera de edificios: grises e irreales entre sus luces chillonas; grises y retirados ante sus luces compactas.
Sobre su rostro un cielo pizarra, sólido y lejano. Frente a su rostro, recibiendo el brillo de su dominio monumental, la luna de Daley. No puedo. El cielo se rajó.
Como un pajarito rojo una claridad bajó.
mo.
Creció. Bajo el cielo, sobre la multitud ciega, vino Jesús. flotando graciosamente, una mano extendida. Llevaba traje rojo y corona de oro; llevaba sandalias. Estaba vestido como el Cristo del altar de la iglesia de Clarence. Bogaba, al bajar, como sobre un mar calSuavemente, con el índice tocó los herméticos y firmes labios de Clarence. Desapareció. Ya no estaba en el cielo la rajadura.
Clarence Lipper era amplio, y la multitud se achicaba. Frente a su amigo estaba incierto. Balanceaba su brazo. Había en su boca una sed maravillosa. Daley enlazó un brazo en el brazo de Clarence. Se pusieron en marcha, tarareando dos tonadas. El tren se detuvo rápido junto al andén de madera: puertas rechinaron abriéndose, puertas rechinaron cerrándose: una progresión de campaneos: el tren salió. Sobre el andén un montón compacto de hombres y mujeres: se retomaban, encontrando cada uno de nuevo los límites que lo diferenciaba de la masa a la cual había pertenecido. dispersa ahora, disolviéndose, muriendo.
Clarence Lipper golpeó uno contra otros sus talones, luego sus rodillas. Le resultaba difícil volver a tomarse. Se detuvo tambaleante, tanteando con dedos extendidos el espacio amplio sobre el cual creía estar acostado. Otro tren. La correntada disolvente de otro grupo compacto de hombres y mujeres, lo tomó, lo arrastró escaleras abajo.
Giró su cuerpo; sus piernas adelantaron con flojedad. Miró el bar de Miguel Connor. Era un punto brillante en la turbia desolación que estaba viviendo. De inmediato el nivel del yo subió sutilmente en su inteligencia. Supo que estaba en la esquina de la cuadra en que vivía. mi cuadra. Llegaba a casa. Sus manos apretaron Tren aéreo.