Marx

Amauta 59 centurias, al filo del presente siglo el proceso seguido por el feudalismo mexicano estaba consumado. Durante sus treinta y cinco años postreros, la aristocracia dominante había delegado el ejercicio de sus funciones dictatoriales como clase hegemónica en un exiguo grupo de hombres nutridos de sus jugos, integrado por lo más coherente, dinámico e inflexible de la inteligencia feudal, y jefaturado por Porfirio Díaz desde el vértice más alto de esa excrecencia parasitaria del organismo social que al decir de Marx es el Estado. Bajo su égida, el latifundio ánima y médula de la feudalidad arribó a su más ancha plenitud después de una fatigosa marcha afirmativa, en ocasiones turbada, pero turbada epidérmicamente. Reposando en la fuerza moral facilitada por la bula pontificia expedida en mayo de 1493 por Alejandro VI, las mercedes reales y las encomiendas inician la dinámica del Medio Evo, alzado sobre las ruinas sangrantes de una civilización colectivista, reforzado casi sin intermitencias por múltiples hechos en el curso de su sombría trayectoria.
En los inicios de la Conquista, los españoles llegados con Hernán Cortés sólo portaban una aguda y voraz ansia de enriquecimiento apresurado que los ausentaba manifiestamente de la posibilidad de fundamentar un plan, un método de colonización, orientando, por ende, exclusivamente sus actividades y sus esfuerzos hacia la explotación desordenada de los fecundos veneros minerales encerrados en las entrañas del subsuelo. Para vehiculizar su propósito precisaban de la fuerza humana indispensable, ofrecida ilimitadamente por la masa de población indígena dominada y sojuzgada. Antes que a la apropiación terrritorial, relegada entonces a un plano subsidiario, las expropiaciones y las encomiendas tendieron específicamente a movilizar esa fuerza humana dedicada al cultivo del agro, hacia los grandes y nacientes centros mineros, norte de los conquistadores. Como únicamente previo el despojo de sus tierras el indio podía ser desplazado al trabajo en las hondas galerías subterráneas, la apropiación territorial llegó a significar, pues, primicialmente, un medio y no un objetivo para los hombres rudos de la conquista. La circunstancia de que las vetas minerales se hallasen enmarcando principalmente la que el Lic. Molina Enriquez ha dado en denominar zona fundamental de los cereales, ubicada en la vasta porción central del territorio, determinó que fuera éste el sector caído bajo el dominio de la expropiación territorial con su consecuente abandono por los primitivos pobladores que la roturaban y hacian producir.
Simultáneamente a la apropiación de la ubérrima zona fundamental, la traslación a las minas de quienes la fecundaban, aparejó una disminución considerable de volúmen de la producción agrícola que habría de expresarse en la escasez acentuada y permanente de los elementos necesarios para la subsistencia de la población vernacula. La zona fundamental de los cereales había significado hasta el comienzo de la Conquista el granero inagotable del imperio azteca.
Fué con posterioridad a que los conquistadores se hubieran enriquecido gracias a la brutal y febricente explotación minera, cuando tornaron los ojos hacia la tierra, no ya como una fuente productiva, urgida de un método y de un sistema de trabajo, más bien como un timbre de señorío, de poder y grandeza feudales. Este orígen paradojal de la propiedad del suelo habría de influenciar primaria y sustancialmente la economía del Virreinato y de la República, sus incidencias y sus luchas, generando paralelamente la agonía perenne de la agricultura, ya que los propietarios de la tierra, llenadas sus ansias de enriquecimiento an