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60 Amauta teladamente a su posesión, fincaron en ella exclusivamente los prestigios parasitarios de una casta, de una estirpe. De ahí que fueran las tierras pertenecientes al clero y a la Iglesia las que rompieron en parte el languideciente panorama agrario, desde que, arribados sus componentes después de verificado el reparto de las riquezas del subsuelo, debían de asentar en la agricultura los fundamentos de su ulterior e ingente poderío económico. fueron de entre el clero, los jesuitas quienes señaladamente más hicieron en esfuerzos para implantar un sistema, un órden de explotación agrícola. Con su expulsión, efectuada en junio de 1767, hubo de producirse quizá si el segundo crack de la agricultura colonial, siendo primero el significado por la despoblación y abandono de la zona fundamental de los cereales. Pronto, esta preponderancia del clero secular y regular habría de sulbalternar el terratenentismo a sus designios, situando a los exponentes extraños a su casta en una meridiana posición de dependencia. La gerencia financiera de la Iglesia, alimentada por la administración directa de la gran propiedad inmueble y por la colocación de valores a censo hipotecario, trababa los intereses de terratenientes y latifundistas a sus propios intereses, hinchados incontroladamente por la recepción de diezmos y obvenciones parroquiales; por las donaciones, legados y fideicomisiones.
Punto de partida fué la hegemonía económica del clero para las más cruentas y complejas pugnas registradas en el discurso de la historia mexicana.
En los albores del siglo XIX, la propiedad del suelo se hallaba, pues, repartida entre el clero y los grandes terratenientes a costa de las comunidades indígenas, líricamente amparadas por la Corona, que ordenó la creación de los ejidos por Real Cédula del 15 de octubre de 1713, empero efectiva y realmente absorvidas por el latifundio en forma desconocida, por su intensidad y por su grado, para otros países del continente. Por ello, en tanto la guerra de la Independencia en la América del Sur se produjo meridianamente como el sacudimiento de la burguesía criolla y terrateniente de la coyunda metropolitana, sin intersecciones plebeyas y sin otras reivindicaciones que no fuesen las suyas propias, en México irrumpe como una rebelión de los siervos de la gleba unidos a Hidalgo que apuntaba claras conquistas campesinas. Por ello también, liminarmente, el criollismo mexicano combate y se aisla de este primer intento independentista, hasta lograr desviarlo de sus condiciones como movimiento agrario que era, y realizarlo por su cuenta y en su provecho bajo las aristocráticas banderas de Itúrbide. mientras el Perú el Perú indígena y andino llegó a constituir, según el decir de Rufino Blanco Fombona, un soldado de España contra los países australes de la América del Sur, o un entregado y pasivo peón de la gesta libertadora de los criollos, el indio mexicano se alista en las filas insurrectas del cura heroico, movido por su humano afán de reconquista del derecho a la vida. Tal era de honda y sangrienta su tragedia de acosado y desposeido.
Lograda la independencia política del tutelaje de la Metrópoli, que entregaba a la aristocracia criolla y latifundaria la posibilidad de terminar sus propios destinos económicos, hubo de plantearse la solución del hondo y grave problema interno constituído por la desquiciada preponderancia de la Iglesia y del alto clero, repercusión acentuada de la pugna constante mantenida entre éste y el Estado reinal, y motivo del más ascendrado drama de la historia mexicana. No podía ser de otro modo. Ya durante el gobierno colonial, éste percibía anualmen