16 Amauta Paredes expuso a don Edilberto Rojas el propietario de Castañeda sus puntos de vista. Los peones vivían en condicionies totalmente insalubres; se imponía botar la ranchería y construirla, de nuevo, lejos de la acequia, de acuerdo con un plan de higiene.
Don Edilberto Rojas saltó, indignado. Pretende Ud. mi ruina, doctor. No sabe Ud. que el algodón y el azúcar casi nada representan en el mercado. Si apenas pode mos cubrir los gastos de la haciendal ¿Qué más quieren estos cholos?
Pago los mejores jornales del departamento, la prueba es que tengo que rechazar gente, doy asistencia médica y remedios gratis y ración casi de balde. Botar la rancheríal ¿Está Ud. loco, doctor. Qué hacer ante estos argumentos y razones? Las ganancias de la hacienda eran pingües, pero había que sostener a los hijos que hacían vida de rastacueros en París. Que los cholos reventaran, eso no tenía importancia. Al médico no le quedaba más recurso que darles quinina y más quinina. Volvía Manuel Quíspez a su tierra. Había esperado lo último toser y escupir sangre. obstinado en quedarse en Castañeda. alucinado por el jornal. Jornal, que iba dejando en el tambo entre el alcohol y el juego; casi no llevaba monedas en el bolsillo. Pero ya nada le importaba; ahora solo anhelaba llegar a su tierra, aunque fuera para morir. Qué habían hecho la hacienda traidora, la costa mórbida, el trópico blando del mocetón vigoroso de limpia tez bronceada y mirada clara? Un guiñapo sin voluntad, de mirar incierto, del que poco a poco se iba la vida, en cada vómito de sangre.
Después de dos días de camino penoso viaje para el enfermo, a quien acompañaba un paisano aparecieron los eucaliptos que rodeaban la aldea, el perfil altivo del cerro, las pequeñas chacaras amorosamente cultivadas. Ante el cielo natal, tan azul, tan luminoso, Quispez sonrió, el corazón reconfortado por la esperanza. Mi tierra. dijo extendiendo las manos. Pern, súbitamente, en una espesa bocanada de sangre se fueron su juventud y su vida ese débil aliento de vida que le quedaba.
Allá, en los valles y en las haciendas, los hombres de las alturas seguían pagando a la costa el tributo de su salud y de sus existencias.
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