14 Amauta por el paludismo; el cutis verdoso, los labios azulosos y los ojos hundidos en las órbitas, llegó al consultorio. Taitita, me siento mal. Todo me duele y estoy cansado, bien cansado. Claro, que te sentirás mal. Cómo me curará, taitita. De dónde eres tú. De aquicito no más; dos días de bestia hasta mi pueblo. eso llamas tú aquicito, no más. Bueno! si quieres sanar lo único que debes hacer es irte a tu pueblo. Irme a mi pueblol. Si yo vendí mi chacrita para venirme. Qué haría yo en mi pueblo?
El médico alzó los hombros. Todos lo mismo; dejan su hermosa tierra serrana por venir a consumirse y a intoxicarse a las haciendas costeñas. Te digo que debes volver a tu pueblo si quieres sanar. Ya se verá, pues, taitita.
Eran las cinco; había terminado la consulta. Paredes dejó la blusa y se lavó cuidadosamente las manos. Después apuntó en sus hojas clínicas. Visto hoy 27 enfermos de los cuales 22 son palúdicos.
En la hacienda Castañeda se sembraba algodón y caña de azúcar. Era una propiedad bastante extensa; se necesitaban tres horas a caballo, para recorrerla. Bajo unos majestuosos árboles centenarios se alzaba la casa habitación de la hacienda, una construcción, también centenaria de hermoso carácter colonial. Pero como los dueños eran gente, que viajaba frecuentemente a Europa, la vieja residencia estaba provista de todo el confort moderno: tennis, garage, buenos baños, radio, etc.
La ranchería de los peones distaba por lo menos media hora de la habitación de los dueños. En las casuchas de barro y quincha, apretadas las unas contra las otras, vivían unas doscientas personas entre hombres, mujeres y niños. pocos metros de la ranchería se arrastraba perezosamente una acequia, estancándose en algunos sitios. Sobre estos pequeños pozos o lagunas volaban millones de zancudos zumbadores, de forma fina y larga. Castañeda. como a todas las haciendas costeñas, bajaban muchísimos serranos atraídos por la esperanza de subidos jornales.
Serranos robustos, con vivos colores en el rostro, hablar lento y dificultoso, que mascaban coca y se envolvían en ponchos de compacta lana; en sus ojos traían la dulzura y la tristeza de la tierra natal.
Caían en manos de contratistas de palabra mentirosa y fácil que los alucinaban con promesas como estas. Ganarás un sol, un sol veinte, hasta un sol cincuenta diarios.
No hay mucho trabajo y te dan ración. Un sol cincuenta diario, cuando en el pueblo apenas se llegaba a cincuenta centavos y ración!
Manuel Quíspez como la mayoría de sus paisanos había dejado su pueblo una aldea escondida entre eucaliptos, al pie de un cerro deseoso de mayores ganancias. Pero apenas instalado en la hacienda, donde debía trabajar como peón, comenzaron sus desilusiones. La tarea era ruda; de cinco y media de la mañana, hasta las seis de la tarde, con una hora para almorzar. Le daban ración, cierto, pero descontándole la mitad del jornal. Un paludismo tenaz y persistente