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Amauta 11. Por qué no? dijo Ferd. Muchos como él lo son ya.
Es admirable este Ferd. Ni siquiera le infunde respeto el Parlamento, que es el sueño dorado de mi padre. Se ríe de todo lo que mi familia me obliga a reverenciar o ante lo que yo he de guardar un silencio respetuoso cuando hablan de ello las personas mayores. Nada le impone. Cómo le quiero. Si exclamo con entusiasmo, volviendo al tema :protegeremos a León!
Mi amigo hace un gesto de conformidad. Le echo el brazo al cuello, y rompemos a cantar. Junto a un pantano, cubierto de burbujas muy gordas que no revientan, Ferd encuentra la primera salamandra. Le hace cosquillas en la cabeza con la varita. El animalillo se sacude y echa a correr, con sus patas torpes, que parecen manos, por la orilla de la charca, y desaparece entre los juncos. Un sapo gordo está tumbado en el camino, ajeno a todo, en su magnífica pereza.
Por entre las frazadas grises de su carne abotargada se pasean brillantes moscas de alas opalescentes. Con unos terrones duros espantamos a unos cuantos cuervos que picotean en la paja podrida de un patatero a la caza de larvas blancas. Dejamos la villa a nuestra espalda. Un rayo agudísimo de luz atraviesa las nubes plomizas y danza sobre los tejados grises, arrancándoles brillantes destellos. En seguida comienza a llover. Corremos.
La casa de campo donde vive Ferd queda a unos 500 metros de la carretera, y se llega a ella por un camino amarillo y liso, bordeado por dos filas de álamos blancos. Da gusto pasear en bicicleta por esta calzada en que apenas suenan las gomas. Ferd y yo solemos ejercitarnos aquí en nuestras maniobras ciclistas.
La plaza que se abre delante de la casa de campo es grande y ancha. la derecha se levanta la vivienda de los dueños. Un edificio señorial del siglo XVIII, con mucha yedra. Unidos a él, los pabellones de la granja, las cuadras y los graneros. Enfrente, la casa para la servidumbre, y detrás las barracas para las obreras polacas que trabajan en las faenas de la recolección.
Herr von abandonó la carrera de las armas poco después de la caída de Bismarck, fiel a las tradiciones de su familia, que había sido siempre hostil a todos los actos y palabras de Guillermo II. Desde Inglaterra, donde se instaló a vivir tres años después de solicitar el retiro, el Comandante pudo comprender lo acertado de su decisión. Sus relaciones con la alta nobleza y la diplomacia inglesas le permitieron ver en seguida el alarmante aislamiento en que iba sepultándose Alemania.
Odiaba a Guillermo II, traidor a las antiguas tradiciones prusianas y a la política siempre continental de Prusia, cuando el país no podía disiparse como ahora en costosas aventuras marinas y coloniales. Su instinto conservador se revolvía contra el carácter altivo y jactancioso del nuevo régimen. que, a su entender, falseaba la verdadera imagen del alemán en el mundo. En sus cartas no desperdiciaba ocasión para comparar la magnificencia espectacular del Káiser con la soldadesca sobriedad de su abuelo y el liberalismo caballeresco de su padre. Estaba profundamente convencido de que una inteligencia germanobritánica. siempre, naturalmente, a base de reconocer la supremacía naval y colonial de Inglaterra. aseguraría para varios siglos el equilibrio y la paz de Eu