Amauta Casi es curos; León, el héroe de las treinta flexiones, el único judío y aspirante a ranchero de la clase, sonríe dulcemente y responde, casi jovial. la orden! No, señor, no me siento bien. apenas puede tenerse en pie. Vaya, vaya! dice el instructor. No hay que apurarse. Para otra vez procura decirme que padeces algo del corazón.
una suerte, pues eso te permitirá librarte del servicio.
León mantiene la cabeza rígida, un poco caída hacia adelante; traga dos veces saliva, y luego dice, con voz clara y franca a la cara del sonriente instructor. la orden! Ya sé que no soy nada ni valgo para nada.
Brosius ríe. No todos tienen por qué ser soldados. Puedes llegar a ser un buen comerciante: Silberstein, La cara de León se enciende de púrpura. su espalda se dobla, como si le hubiesen azotado.
Al llegar aquí, Ferd levanta el brazo izquierdo. Advierto respetuosamente al señor instructor que Silberstein sigue temblando. Entonces, llevadle a casa ordena Brosius, y me hace seña también a mí.
Entre los dos cogemos a León; le llevamos junto a la pared del patio; le descalzamos las sandalias, y mientras Ferd le sostiene, yo le ayudo a calzar las botas. No os molesteis, dejadme, que puedo yo dice León; pero Ferd le advierte que delante de nosotros no tiene por qué fingir si no se siente bien. León sonríe y se agarra a la fuerte cabellera de Ferd.
Le sostenemos, y Ferd le pregunta. Quieres que te llevemos en brazos. No dice León, que apenas puede sostenerse.
En el momento en que cruzamos la puerta de salida, llegan del centro del patio, cruzando el aire, las agrias voces de mando del instructor y retumban con su perfil exacto los números de la clase, y al sonar precisamente el número 13, León cae desvanecido contra la empalizada del jardín del director.
En brazos le llevamos a casa. Su madre, después de hacerse cargo del chico, nos dió dos panecillos de pan ácimo y, en seguida llamó por teléfono al médico.
De vuelta, acompaño a Ferd camino de su casa. Estamos en abril y el sol pende ciego en la neblina. Los aldeanos rigen las pesadas yuntas por las tierras negras, con latigazos y maldiciones. Un fuerte noroeste silba y azota los setos de avellano, donde brillan ya las primeras flores. El aire llega dulce y cargado de la humedad del estiércol, que las zagales descargan con grandes tridentes de los carros humeantes.
En el arroyo, junto a los álamos, nos detenemos. Ferd se le ha roto el cordón de un zapato y lo anuda provisionalmente. Yo muerdo en el panecillo.
De la villa llega el resonar de los martillos y el estrépito de los carros y los coches. De vez en cuando, se escucha también el ruido acolchonado de la hilandería. El cielo está bajo y pesado. Las nubes, car