Amauta 59 no son La situación general del campesino y del minero es, pues, la de la esclavitud medioeval, más o menos, disfrazada. El trabajo del peón agrícola es solo comparable al de los animales que colaborar con él en la agricultura. El trabajador de la costa, por razones geográficas, puede hacerse la ilusión de ser libre. Percibe un salario que no bastándole para sus necesidades, continúale sujetando a la tierra, sin que nada cambie su condición miserable de bracero hambriento extenuado por la explotación. El trabajador de la sierra no percibe salario, en su mayoría: Donde existe, no alcanza a veinte centavos. cambio de sus servicios se le entrega, generalmente, un pequeño trozo de tierra difí.
cil para el cultivo, en la que cosecha las papas indispensables para perecer de hambre. El trabajo del campo lo efectúan peones y parceleros, que reciben el nombre de yanacones. La jornada de trabajo es de doce y catorce horas. En algunas haciendas y en vista de las luchas en favor del cúmplimiento de la jornada de horas, para burlarla los administradores de la costa cuentan el tiempo desde momento en que el peón llega al campo. Así, muchos tienen que ir a tierras distantes, empleando una y dos horas desde sus rancherías.
Los salarios en las haciendas de los alrededores de Lima oscilan entre un sol ochenta y dos soles. Los yanacones pagan cinco soles por fanegada o 30 o 35 gg. de algodón Tanguis. En Huacho, los jornales de un sol veinte, las mujeres ochenta centavos. Los yanacones en tregan 18 gg. de algodón Mitafifi. En Huaral, en la Hacienda Palpa, propiedad de unos ricos terratenientes, log yanacones pagan 30 qq. de algodón por fanegada y están obligados a vender al propietario de la tierra el resto de su cosecha a 10 y 12 soles, sea cual fuere el precio vi.
gente en plaza, teniéndose en cuenta que en algunas ocasiones el quintal de algodón en rama ha llegado a valer Lp. y hasta Lp. En los valles de Arequipa el jornal diario oscila en 80 centavos. En Cuzco y Puno de 30 a 40 centavos.
El yanacón, no obstante su ficticia independencia, es tan explotado como el peón. Jamás la cosecha de su tierra alcanza a cubrir la deuda que por concepto de habitación, multas, intereses por adelantos, debe al hacendado. Unas veces, el desdichado hijo del terreno conserva su chácara casi sólo en el nombre, pues el señor explota sus servicios con tal crueldad que exige más o menos toda la jornada para sí, no dejando al indígena tiempo y fuerzas para atender a las necesidades de su parcela y expulsándolo finalmente de este modo del resto de propiedad que le queda. Los lugares de labor que le asigna distan en ciertas ocasiones leguas de su hogar, las que tienen que ser atravesadas pacientemente por el incansable labriego. Bajo otros aspectos el latifundista habilita al indio con instrumentos y todo lo necesario, para que cultive la tierra, de cuyo producto tiene que abonarle a fin de estación la parte del león. En este orden hay yanacones que viven en rela.
tiva independencia, hasta el día en que por contratos mal hechos o malas cosechas, estalla una enojosa cuestión pecuniaria entre los dos contratantes, o como ha sucedido en los recientes tiempos de la fiebre del algodón, los capitalistas pretenden imponer el género de cultivo que debe hacer el yanacón. Dora Mayer de Zulen, EL INDIGENA PERUANO. En las haciendas rige todavía el régimen de los castigos corporales: cepos, látigo, trabajos forzados, grilletes, cadenas, confiscación del salario o de la cosecha, que ha suscitado y suscita continuamente