Amauta sus dar al viejo obrero con unas cuantas obligaciones del empréstito de guerra, iy con qué devoción y admirable espíritu de sacrificio el pobre Herr Boss puso a los pies de la dama todos sus ahorros!
Apenas había tenido Herr Boss tiempo a secarse las lágrimas emocionadas, cuando el marco empezó a esfumarse como la neblina mañanera en un día de verano. las piezas de oro Boss conservaba 132 iban rodando tan silenciosamente a la sima de la inflación, que no se las oía sonar siquiera. Pero Boss era feliz.
Pasaron, desde aquel día, cinco, es decir, más: siete años.
El mundo, desangrado, hacía esfuerzos convulsos por incorporarse, y al cabo pudo cubrirse un poco con la delgada capa de la estabilización, en la que abrían sus fauces los negros agujeros de la inflación y el hambre.
Cuando vió salir de su cuarto el espejo, la mecedora y aquel hermoso reloj que la fábrica le había regalado para premiar sus veinticinco años de trabajo intachable, todavía creía Herr Boss en Dios y en la justicia.
Cuando su mujer volvió de la casa de empeños con la papeleta, después de dejar allí el reloj de plata con las iniciales del Kaiser, Herr Boss era todavía aquel hombre fuerte que no toleraba que se hablase a la mesa doloridamente de su hijo mayor, muerto por la patria.
Pero cuando ya no quedaba nada que empeñar y del pobre Boss, siempre sumiso, se apoderó ese gran desaliento que onoce todo obrero al pasar la sesentena; cuando sus ojos empezaron a velarse y manos a temblar, y la saliva, envenenada por el éter, a escapársele de la boca, Boss fué despedido de la fábrica. Con dos billones de billetes y un cuarto en el caserón muerto de la pobreza por compensación. Herr Boss comprendió de pronto lo que jamás había creído: que también él era un simple obrero. Qué espanto, esta soledad! Hecho trizas, aniquilado por la máquina, el pobre Boss, como un granito de arena más, como una astilla más, se hundió en el mar inmenso de la clase obrera, en sus simas más profundas, allí adonde no llegan ya la luz ni la esperanza.
Sobre el mar encrespado cabalgaban potentes olas espumeantes: era el año 1921. Boss, inmóvil, contemplaba de tiempo en tiempo como iban hundiéndose los barcos combatientes de la revolución y venían lentamente a unirse con él en el fondo abismal. Con sus banderas en los mástiles rotos y en la cubierta piños de cuerpos muertos. La sal de la Humanidad, los pájaros mensajeros de la tempestad revolucionaria: Rosa Luxemburgo, Carlos Liebknecht.
En aquellas largas horas de desolada inactividad, Boss solía sacar de debajo de la cama un cajón repleto de dinero desvalorizado y se pasaba mirándolo, los ojos clavados en él, días enteros.
El cuarto del antiguo obrero está empapelado de gris con rasgaduras rojas que el tiempo ha hecho palidecer como si un día hubiese brotado en este recinto un manantial de vida humana, cegado de pronto.
En las piernas de Boss se abrieron las venas: su sangre, marchita y cansada, buscó el camino de retorno a la tierra.
Largo y flaco, envuelto en un chaquetón de color café y con una medalla colgando de la cadena del reloj, sale casi todos los días, apoyado en dos muletas, al encuentro de su mujer, que gana un jornal en la fábrica de tabacos, a pesar de su pelo encanecido. No hay nadie en el barrio que no conozca a su Minna, pues en el mundo entero no