4 Amauta LA CRUZ DE HIERRO res. das con tus huesos en uno de estos caserones, siéntate donde puedas y no molestes. Frau Fritzke puede llevar vestidos de crepé Georgette y forrar sus ojos de gallo con anillos de goma para que no le agujereen los zapatos, pues Frau Fritzke tiene su profesión.
La mujer del zapatero tiene derecho a revolver con sus tenacillas en el fogón común, para luego hundirlas en las cabellera polvorienta y hacerlas humear y crepitar con sus piojos, pues esta mujer todo el mundo lo sabe se casó con el zapatero estando ya tullido, es decir, por puro afecto y con absoluto desinterés. En este pequeño mundo nadie tiene nada que echarle en cara a los demás ni por qué jactarse de sus rentas o situación. Aquí todo el mundo vive en una desnudez paradisíaca, sin hipocresía, como los caracoles pisoteados en el camino que todavía mueven débilmente sus cuernos con los ojuelos escrutadoY es sencillamente indignante que todavía haya alguno, como Herr Boss, por ejemplo, que se recata pudorosamente para que no le vean las papeletas del Monte y no deja a nadie entrar en el cuarto por temor a que se fijen en el edredón y en las almohadas de percalina roja sin fundas, cuando todo el mundo sabe que se les salen las plumas por mil agujeros!
Esta casa es como un paraíso. El pudor, esa virtud pequeñoburguesa, se queda en el umbral del caserón, guardado por el ángel de la pobreza con su espada flamígera. si a uno de los inquilinos le da por mostrarse recatado, no hace más que llevar la desazón a los demás, obligándoles a malgastar sus fuerzas en hojas de parra, que a nadie engañan. Por eso la casa entera desprecia a Herr Boss, con su cuello de cartón sin camisa con su medalla sobre el pecho y su modo de hablar, tan aplomado como si hubiese comido a mediodía. Ah, si supiesen cuánta quemante humillación y cuánta amargura ha tenido que soportar este hombre en su antigua vivienda de suboficial! Si hay alguien que duerma sobre puntas afiladas y se espolvoree ceniza en la cabeza, es sin duda alguna este Herr Boss, empleado durante treinta y cuatro años en una de las fábricas de pólvora del Estado.
Este hombre vivió toda una vida separado de los demás por un juramento. El que halía prestado a la patria el juramento militar del silencio no podía ingresar en el Sindicato, ni entrar en el Partido, ni siquiera presentarse alguna que otra vez en la taberna. los oficiales les pagaban el silencio en estrellas y entorchados y cascos brillantes y largas filas de cruces; los obreros de las fábricas de pólvora y cañones lo guardaban gratis, y aun habían de mostrarse agradecidos a la prueba de confianza con que se les distinguía. Esta distinción exaltábales, en cierto modo, de simples jornaleros a aliados del Gobierno de su país. Hasta el propio Emperador en persona les estaba, por decirlo así, un poco obligado. adoraban a la dinastía como esos pobres diablos a quienes un millonario dispensa el honor de pedirles un par de cuartos prestados. Y, en efecto, cuando estalló la guerra y todo el oro del país fué poco para fundirlo en cañones y obuses, el Gobierno hizo a Herr Boss el alto honor de apoderarse de los ahorros de su cartilla.
Un día, una dama encopetada, la señora del director de la fábrica, se presentó en casa de Herr Boss con sus hijas y su criado a brin