Amauta 41 Sobre el lienzo se proyectó, de nuevo, la imagen de Adolfo Menjou; su perfil aguileño, su fino y largo bigote, sus andares desenvueltos, sus cabellos tan cuidadosamente peinados, su mirada un poco burlona.
Vestido de frac, de maneras correctísimas, tomaba champagne y cenaba en el más suntuoso de los restaurants parisienses; encarnaba un tipo de gran señor millonario.
Castillo apenas podía hablar de placer y de emoción. Miraba al actor yankee y se repetía, encantado: cierto, nos parecemos como dos hermanos mellizos. Cómo es posible que hasta ahora no me haya dado cuenta de este parecido? tocándose el bigote: desde mañana me dejo crecer más el bigote. Lo llevo demasiado corto.
Toda su vida anterior al descubrimiento hecho por Suárez y, a.
hora confirmado por sí mismo, se le antojó completamente inútil, completamente desperdiciada.
Una criatura lloró en la cazuela. Un guasón grito: dele teta. Cualquier día vuelvo yo a un cinema de barriol. pensó el joven. cuando Suárez que era un criollo campechano y de mucha bonhomía le invitó una butifarra y un vaso de fresco, de esos que se venden a la puerta de los cines populares, se negó rotundamente, pretextando un fuerte dolor de cabeza. El hombre que se parecía a Adolfo Menjou estaba obligado a ser muy pulcro, muy serio, muy distinguido. Castillo se despertó con una extraordinaria sensación de alegría en el espíritu. Casi la sensación que experimenta un hombre, a quien espera una hermosa aventura de amor, una de esas aventuras tan hermosas, que parecen irreales. Además, Vicente sentía una nueva y profunda estimación hacia sí mismo. Se miraba en el espejo y, como nunca, la contemplación y el examen de su rostro le causaba admiración. Pero su corbata fué la nota discordante en el concierto de júbilo y de placer, que resonaba en su corazón. Una corbata tan usada la pobre había sido una servidora fiel y humilde que ni la plancha lograba borrar las señales del tiempo. No; es imposible que un hombre como yo, parecido a Adolfo Menjou, se ponga esta cosa vieja y descolorida. lo peor es que todas mis corbatas que no son muchas están así.
Monologaba el joven y, mientras tanto, los minutos pasaban, sin piedad. Voy a llegar tarde al Banco. No importa. Antes tengo que comprarme una corbata. Algo como para mí. Aunque me cueste una libra.
Aquí Vicente se acordó de la mediocridad de su sueldo veinte libras mensuales y de los deberes que pesaban sobre él; su madre, viuda hacía varios años, y un hermanito de 12 años, que reclamaba además de alimentos y vestidos, colegio. Maldiciónl, exclamó el joven. Que no pueda disponer como quiera de una libra. Bah! Yo me compro la corbata.
Silenciosamente, apresuradamente Castillo Menjou, tomó el desayuno, que su madre le había preparado con cariñosa solicitud.
La señora miraba con cierta inquietud a su hijo, de costumbre tan conversador, hoy silencioso y hasta mal humorado. El sentía una