45 roCastillo, aquella tarde, vestía con su traje más nuevo. Un clavel blanco y rojo adornaba el ojal de su americana y, concluída su taza de té, fumaba un cigarrillo inglés.
Nadie hubiera sospechado, en él, al modestísimo empleado, cuya madre cosía ropa de soldado, además de cocinar, lavar y planchar.
Y, también, estaba verdaderamente distinguido y un poco mántico.
Frente a él, en una mesa, una mujer de treinta a treintaicinco años, bebía su té lentamente. Parecía esperar a alguien. Vestía con elegancia y lucía dos o tres joyas de valor. Era bonita el tipo que le gusta a todo el mundo rubia, de mirada risueña, facciones muy finas y sonrisa insinuante.
Sus ojos claros y brillantes se encontraron con los de Vicente. Se sonrió y su mirada y su sonrisa turbaron al joven, que se decía. Es linda, es distinguidísima!
El mozo se acercó a Castillo; traía un papelito, en una bandeja. El joven lo leyó: Estoy esperando a alguien que parece que no va a venir. Deseo mucho bailar; usted, que debe ser un gran bailarín, invíteme a hacerlo.
No tome a mal esta insinuación mía; yo he sido educada con toda la amplitud europea, de allí la libertad que me tomo. Pero era posible! Vicente creyó perder la cabeza. Esa mujer delicada y graciosa como un bibelot, esa mujer vestida con gusto exquisito y enjoyada suntuosamente lo llamaba, lo solicitaba. Si sería esa la aventura soñada! Hasta entonces la vida sentimental de Vicente se había reducido a unos cuantos amoríos con huachafitas románticas, de esas que todavía quedan por los barrios viejos de la ciudad. Estos idilios bajopontinos no podían haberle enseñado mucho en cuestión de estrategia amorosa; Castillo, a los veintisiete años, era tan ingenuo y candoroso como un colegial de quince, en cuestión de amores.
Por supuesto que inmediatamente se inició entre él y la mujer del un flirt subido de punto, flirt que ella conducía con mano maestra, con experiencia consumada. lo más cómico es que Vicente se creía todo un Don Juan, todo un conquistador. Ella se llamaba Elena y era casada. Su marido, un ingeniero yankee, se pasaba la vida en la sierra, haciendo caminos y carreteras. Ganaba mucho dinero y dejaba la más amplia libertad a su mujer. Libertad que ella empleaba en flirts, aventuras y amoríos; no hubiera podido vivir sin un amigo con quien jugar al amor. Todo eso estaba muy bien, pero ocurría, a veces como con Vicente que ese amigo se encontraba apurado para pagar los gastos de la comedia amorosa. Esa rubia de mirada dulce y blandas manos de mujer ociosa deslumbró al inexperto Vicente. Una mujer de Hollywood, una flor de lujo, una criatura hecha para todos los refinamientos de la vida. Con qué naturalidad se movía dentro del ambiente de hoteles y de confiterías, de fiestas y de paseos. Secretamente envidiaba Vicente la desenvoltura con que su amiga pedía un coktail o un plato de las más finas pastas el que lo hacía, después de pensarlo un poco.