44 Amauta En su casa, Castillo se mostraba a tal punto áspero y sombrío, que la inquietud devoraba el corazón de su madre. Creía ella que una contrariedad amorosa le trastornaba así al hijo. Como era prudente y sagaz, nada decía, pero lloraba, a solas, y dirigía a Dios toda suerte de ardorosas plegarias. Mamá, le preguntaba, de repente, Vicente había estado callado largo rato ¿por qué se te ocurrió ponerme el nombre de Vicente. Pues.(La señora se desconcertaba ante la insólita pregunta) pues. porque naciste el día de San Vicente de Paul. Valiente ocurrencia! Ponerme un nombre tan feo. Debiste llamarme. Adolfo. Adolfo ¿por qué, hijo. Por, nada. Porque sí.
Otra vía crucis había comenzado, también, para la infeliz mujer; la vía crucis de las deudas y de una estrechez económica de lo más odiosa. Vicente le estaba mermando la mesada; ya debían dos meses de alquiler pobre departamentito de tres piezas y una cocinita, casi vivienda de obrero y el pulpero, un genovés corpulento, se estaba poniendo insolente. acaso la señora le había pagado la cuenta del mes anterior. Mamá, no me pidas nada. Yo no puedo darte más, había contestado Vicente a una tímida solicitud de su madre. ella se afirmó en el convencimiento de que una mujer le turbaba a su hijo.
El joven siguiendo todos aquellos impulsos y anhelos, que se agitaban dentro de su espíritu, se había mandado hacer dos vestidosuno de ellos de frac. y almorzaba a veces, en el hotel y semanalmente pasaba donde la manicurista. No le preocupaban las angustias económicas de su madre; exigía camisas limpias y no daba para pagar la lavandra. Inclinada sobre la batea la señora echaba los pulmones para complacer a su hijo.
Ahora Castillo quería rosas en su cuarto, como había visto en no sé qué película de Menjou. Rosas en su cuarto! Para comprar el pequeño ramo fragante y delicado, la madre de Vicente aceptó coser ropa de soldado esa ropa que hiere el olfato, maltrata los dedos y gasta la vista. Pero Vicente tenía rosas en su cuarto. Vicente tomaba té, esa tarde del sábado, en la terraza del que era su lugar de predilección. Los violines susurraban un tango voluptuoso y triste; ya algunas parejas se habían puesto a bailar.
El joven, en su mesa, sentíase un poco aburrido, hubiera querido bailar era un experto bailarín y no conocía a nadie. La hora era suave y plácida; la voz de los violines dominaba el confuso rumor que subía de la calle klacsones de auto, pitos de los tranvías, pasos de los transeuntes. Había en aquella música algo que estremecía el corazón y emocionaba la carne.
Bailar. Cómo deseaba Castillo girar, al son de la música, estrechando, muy de cerca, a alguna mujer bonita y bien vestida, a alguna señora de alta posición social y financiera, de esas que no conocen las angustias de la pobreza. La pobreza, la economía, la mediocridad!
Vicente estaba harto de debatirse entre los apuros de dinero; él, hombre con derecho a todos los lujos y a todas las comodidades.
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