42 Amauta rabia concentrada y sorda al verse en el modestísimo ambiente de ese comedorcito: seis sillas de paja, una mesa y un armario con un poco de loza ordinaria, cubiertos toscos, vasos de vidrio barato. Vicente recordaba los lujosos salones, los comedores tan elegantes iqué vajilla, que cristalería, qué manteles! de la película de la víspera, marco a la distinción de Adolfo Menjou. Hasta luego, mamá. Qué te pasa, hijo. No te sientes bien. Estoy muy bien, pero se me ha pasado la hora.
Castillo salió después de besar friamente a su madre; ella se quedó limpiando la mesa, el corazón y el pensamiento llenos del amor de su hijo. as Castillo llegó con tres cuartos de hora de atraso al Banco él trabajaba en la sección de giros internacionales. El jefe de la sección, mirándolo severamente, murmuro. Justifique usted su retardo, Castillo. De lo contrario será multado.
Alzando ligeramente los hombros, Vicente respondió. Se me puede multar. No podría justificar mi retardo.
En otra ocasión, el joven habría prodigado toda suerte de serviles excusas. tanto por temor de perder un sol del sueldo, como por espíritu de respeto hacia al superior. Pero, ahora, se sentía fuerte y audaz; desdeñaba al dinero y al jefe. Esta transformación de su sicología la había efectuado la conciencia de su semejanza con un de la cinematografía.
Con una sonrisa de orgullo desafío a todas las potencias del mundo se unció, él mismo, al carro del trabajo. Monótona y mecánica tarea de oficina números y más números sobre el papel, gentes que llegan a la ventanilla, francos para París, dólares para New York, pesetas para Madrid, cálculos y más cálculos. Cuánto más envidiable es la labor del albañil, que silba y canta bajo el sol o la del campesino inclinado sobre la buena tierra fecunda!
Obedeciendo a una vieja costumbre Castillo tiene siete años de empleado el joven se ha puesto un saco de alpaca, lustroso en los codos. Qué terrible es esto de no poseer sino dos ternos, que requieren los más esmerados cuidados. Un giro para París.
Una señora frisa los cincuenta años y viste como si apenas viera veinticinco está en la ventanilla. Por cuánto. Diez libras. No podría usted decirme cuántas francos. Hay que ver cómo está el cambio. Perola jamona insiste con necedad poco más o menos.
Es para un encargo al Bon Marché; manteles, servilletas. No, señora, no podría.
Vicente corta bruscamente la enumeración de la señora. Se cuentra en un estado de ánimo, que no admite necedades, ni canseras.
Rápidamente hace la operación y alcanzando un papel a la cliente. Ya está. 1, 110 francos. Buenos días. Gracias. La jamona obsequia con una mirada, que ella cree irretuson en en