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Amauta Lo que nos interesa, ahora, en tiempos de crítica de la estabilización capitalista y de los factores que preparan una nueva ofensiva revolucionaria, no es tanto el psicoanálisis ni la idealización del pathos juvenil de 1919, como el esclarecimiento de los valores que ha creado y de la experiencia a que ha servido. La historia de ese episodio sentimental, que Chamson eleva a la categoría de una revolución, nos enseña que, poco a poco, después que las ametralladoras de Noske restablecieron en Alemania el poder de la burguesía, el mesianismo de la nueva generación empezó a calmarse, renunciando a las responsabilidades precoces que en los primeros años de post guerra se había apasionadamente atribuído. La fuerza que mantuvo viva hasta 1923, con alguna intermitencia, la esperanza revolucionaria, no era, pues, la voluntad romántica de reconstrucción, la inquietud tumultuaria de la juventud en severa vigilia; era la desesperada lucha del proletariado, en las barricadas, en las huelgas, en los comicios, en las trincheras, la acción heroica, operada con desigual fortuna, de Lenin y su aguerrida facción en Rusia, de Liebnecht, Rosa de Luxemburgo y Eugenio Leviné en Alemania, de Bela Kun en Hungría, de los obreros de la Fiom en Italia hasta la ocupación de las fábricas y la escisión de las masas socialistas en Livorno.
La esperanza de la juventud no se encontraba suficientemente ligada a su época. André Chamson lo reconoce cuando escribe lo siguiente. En realidad, vivíamos un último episodio de la Revolución del 48. Por última vez, acaso, espíritus formados por la más profunda experiencia histórica (fuese intuitiva o razonada) demandaban su fuerza a la más extrema ingenuidad de esperanza. Lo que nosotros buscábamos era una prosecución proudhoniana, una filosofía del progreso en la cual pudiésemos creer. Por un tiempo, la demandamos a Marx. Obedeciendo a nuestros deseos, el marxismo nos aparecía como una exacta filosofía de la historia. La confianza que le acordábamos debía desaparecer pronto, en la abstracción triunfante de la Revolución del 19 y, más todavía, en las consecuencias que este mito debía tener sobre nuestras vidas y nuestros esfuerzos; pero en este momento poseía, por esto mismo, más fuerza. Vivimos, por ella, en la certidumbre de conocer el orden de los hechos que iban a desarrollarse, la marcha misma de los acontecimientos. El testimonio de Jean Prevost ilustra otros lados de la revolución del 19: el esnobismo universitario con que los estudiantes de su generación se entregaron a una lectura rabiosa de Marx; el aflojamiento súbito de su impulso al choque con el escandalizado ambiente doméstico y con los primeros bastonazos de la policía; la decepción, el escepticismo, más o menos disfrazados de retorno a la sagesse. Los mejores espíritus, las mejores mentes de la nueva generación siguieron su trayectoria: los dadaistas pasaron del estridente tumulto de Dadá las jornadas de la revolución supra realista: Raymond Lefebre formuló su programa en estos términos intransigentes: la revolución o la muerte. el equipo de intelectuales del Ordine Nuovo de Turín, asumió la empresa de dar vida en Italia al partido comunista, iniciando el trabajo político que debía costar, bajo el fascismo, a Gramsci, Terracini, etc. la condena a veinte o veinticinco años de prisión; Ernst Toller, Johannes Becher, George Grosz, en Alemania reclamaron un puesto en la lucha proletaria. Pero, en esta nueva jornada, ninguno de estos revolucionarios había continuado pensando que la revolución era una empresa de la juventud que en 1919 se había plegado al socialismo.
Todos dejaban, más bien, de invocar su calidad de jóvenes, para a a