64 Amauta de guijarros, de saliva. denteando por la semilla. Un aire casero, gordo, arma en la mar sus campiñas de colcha y empapelado y alfombra y oleografía. Todas las flores son tréboles; todos los colores, pintas, y el fondo, albiduro olor de tohalla limpiecita.
El sol, en la grey de nubes, una vacota barcina que suena esquilín de cobre y los cielos emboñiga. Piaban tramboyos alados en las algas donde anidan; horizonte de llanura. la cola de la corvina. Mil novecientos veintiocho, año de memoria impía porque en él don Luis de Góngora.
difunto, ya se suicida. de una muerte floral, y con pose episcopicia. don Luis, una flor morada, perula costa subida.
En la ciudad, y en la plaza, y de la fuente en la pila, navega abarquillamientos de papel un niño niña. Piños de jacarandá, cargando lágrimas lindas de temor de solitud, naufragaban a la orilla. Costas de antiguo cemento y un monstruo que simboliza, cola y fauces acuevadas, las tormentas de la vida. Por qué te ha dejado solo, ay, Federico García, don Luis de Góngora, el clérigo poeta que amonaguillas. Neptuno, dios de las aguas, ilustración de las tías, éxito municipal y moco de alba marina. Con el tridente torcido, limpió de esponjas y grutas, antes que don Luis llegara, la honda arena marina. Ha rematado los cobros en entradas y salidas, bigote garibaldino, alquilón de ropería.
Le piden las posaderas trono de pasados días, zar de Siberias en rollos que son las olas estivas. el viejo dios, en exilio de humanidad se adulciga el rei cor jugando Ponthos con baldes y bacinicas. Oh, noches inconsteladas con la luna redondita centrando la infinitud óptica de bicromía. Oh, noches que yo dispongo para lindarlas en rimas. oh, noches de sólo luna. oh, noches de largavista. Mas hoy, don Luis, no me engañas que las sombras son mentira, el mar es agua que suena y la luna está vacía. Don Luis en la enredadera, adonde llegado había, era la flor de lo absurdo que arraigaba en carne viva.
La piedra dábale savia a ese árbol de malicias de lecho y tumba. idon Luis volviéndose campanilla. Con su sangre generosa, la planta percrecería hasta alcanzar al Empíreo, que era su patria nativa.
Renacimientos de Reinach fracasaban a la vista, tontas fábricas de arena. la hora de cenar, cuando el último tranvía y el ómnibus más tardío hubieron llegado a LimaA esa hora, a la luna, alzó la bañistería los ojos enrojecidos de sal, de pisco, de risa.
El mar estaba en su sitio; toda botella, vacía; del presbítero oficiante, ni el recuerdo ellos veían.
La su copa de champaña