Strike

68 Amauta da sobre la tierra firme de la realidad, que Emilia experimentó una secreta vergüenza de sus angustias y pensamientos de la última noche.
Le habría pedido perdón, si el hacerlo no incluyera dar explicaciones de cosas imposibles de explicar.
Cuando más tarde, se dirigía a la universidad con su andar resuelto, su paso ágil recibiendo el aire frío que le acardenalaba el rostro, prometíase Emilia no dejarse vencer más por esas cosas turbias y tremendas que ofendían a la vez el recuerdo de la muerta y el respeto a su padre. Sin embargo, una cosa es la promesa de la voluntad a la limpia luz de la mañana y otra muy diversa, cumplirla cuando los incidentes de la vida compleja, extraña, inexplicable asaltan de nuevo, y de nuevo arrastran a las pequeñas almas indefensas hacia la pesadilla, los terrores y las angustias de las noches sin reposo.
No pudo mirar más a su padre y a Clorinda con serenidad de niña.
De él rehuía hasta la más leve aproximación. Si le llamaba a servirle, si en las tardes de los Domingos, cuando cerrada la tienda, le obligaba como era su costumbre a leerle en voz alta el diario o esos libros de Marden: Todo hombre, un rey que eran sus textos favoritos el sentir siquiera el aliento de su padre le crispaba los nervios. Una vez El Sur traía un detallado relato de la huelga de las minas de Coronel, de donde Clorinda venía. Juan Antonio la llamó para que lo es cuchara. Estaban en el patio, a la luz de un claro sol de Agosto y Clorinda se sentó muy cerca de ellos, con una pieza que zurcir entre manos, tal cual solía hacer Marta en las tardes domingueras, cuando gozaban del escaso y único instante de vida familiar en la semana.
La visión del pasado, el recuerdo de su madre, los temores y los celos de hoy se anudaron en el pecho de Emilia. Un sollozo cortó bruscamente la lectura. Qué te pasa, niñita. indagó con desusada ternura el padre, acercándosele. La abrazó con su diestra y con la izquierda trató de levantarle la cara. Déjeme, papá, déjeme. Bruscamente le hizo a un lado y escapó a su cuarto. Esta muchacha se está poniendo muy rara, comentó mal humorado Juan Antonio. Estudia mucho, quién sabe, y tiene pocas distracciones, explicó sencillamente Clorinda. En cuanto de sus exámenes, la voy a llevar a San Vicente.
Emilia no salió esa tarde de su pieza, ni dejó que le acompañara nadie. Sobre la cómoda, arregló unas camelias rojas ante el retrato materno. Cuánto no daría ella porque su madre le hablase, le explicara lo que le sucedía y ahuyentara sus alarmas! la hora de comida, Angela, la anciana lavandera, apareció con un plato de sopa humeante y bien oliente. Obligó a acostarse a Emilia y mientras se servía la sopa, sentóse ella a los pies de la cama. Tu echas de menos a tu madre, nena. Nunca se sabe todo lo que hace falta. Seguía conversándole con la misma voz unicorde con que antaño le relatara sus cuentos. Al conjuro de esa voz que tan bien sabía hallar el camino de su corazón, diluíanse hasta casi desvanecerse las cuitas de Emilia, y la confidencia que ni a ella misma se atrevía a hacer, fué brotando poco a poco como agua que surge de un escondido fontanal.