66 Amauta sobrecogió a Emilia. Suspiró muy hondo. Quiso hablar y se detuvo.
Sin proferir otra palabra, fué recogiendo piadosamente los camisones de basto lienzo, las enaguas orilladas de gruesos filetes bordados a mano, las blusas de percal y las faldas de paño que formaron el modesto guardarropa de su madre. Mientras las llevaba a su cómoda y alli las depositaba con unción religiosa, la imágen de Clorinda se iba agigantando y adquiriendo extraños perfiles en la conciencia de la niña.
Clorinda era una hembra recia y poblana de unos treinta y cinco años; cariredonda, de facciones bastas y maciza de carnes. Trabajadora. Eso no se podía negar. Levantándose al alba organizaba todas las faenas de la bodega y de la casa. Hacía dos años, Marta la había tomado de cocinera, y ahora, ahora era casi el ama. Más. cómo se atrevía. cuando no hacía tres meses que su señora había muerto.
Emilia no lo consentiría. la hora de comer, delante de sus hermanos, le preguntaría a su padre si era verdad lo del vestido. Nó, mejor sería que se lo pidiera, como si estuviese ignorante de todo.
Sobre la mesa cuadrada, cubierta por un hule blanco descascarrila.
do a trechos, reverberaba la luz de la ampolleta desnuda que hacía de lámpara. Enfrentábanse padre e hija; los dos mozallones ocupaban los costados. Comentaban éstos el arribo de unos barcos ingleses a las aguas del Talcahuano. Juan Antonio había expresado que las ventas estaban flojas ese invierno. Era demasiado benigno y las gentes compraban poco carbón. Emilia, en atmósfera tan ajena al fluir de sus cuitas, no hallaba cómo ni por donde comenzar. Clorinda, después de la sopa y del puchero abundantes, había colocado frente a Emilia, que repartía la merienda, una sopera con huesillos cocidos. Dame un plato bien lleno, pidió Daniel. Yo no quiero, apuntó secamente Juan Antonio. Clorinda. Clorinda. añadió levantando la voz tráigame luego el café. Ya va, patrón, repuso inmediatamente la voz pastosa de Clorinda, desde la cocina. en efecto, a poco volvió con sus ademanes precisos, su andar reposado y su semblante tan plácido que uno no sabía si apuntaba en él una sonrisa de satisfacción o simplemente de buena salud. Se lo sirvo, Don Juan Antonio. Yo se lo serviré atajó Emilia antes de que se oyera la respuesta del padre.
La faz de Clorinda no tradujo ninguna emoción. Con el respeto que solía, puso delante de Emilia la burda cafetera y salió.
Cuando Emilia la creyó en la cocina, comenzó haciendo un esfuerzo terrible de voluntad para afrontar a su padre, el cual a pesar de que todas las gentes aseguraban que tenía preferencias de regalona para Emilia le había inspirado siempre una reverencia mezclada de sobresalto. Papá, he visto que ha hecho sacar Ud. las ropas de mamá. Quiére que yo las guarde todas. Con qué fin? Sería mucho mejor que las vendieses o que las dieras a otras personas que las necesitaran. Tu no las vas a usar nunca Las querría conservar de recuerdo. Dentro de poco no vas a saber a donde ponerlas.
Hubo una ligera pausa y en seguida se escuchó la voz de Emilia, un si es no es entrecortada. el vestido de seda negro también?