Amauta 65 su corazón se prendía a todo lo bello, lo fastuoso, lo heroico de la vida y para el resto no tenía sino indiferencia. Cuando la lectura le comenzó a saber a deleite, volvió a poblar su mundo de minotauros, de Edipos, de Hércules, de caballeros, cruzados, y paladines. al florear la adolescencia en ciega demanda de amor, no miró a su lado sino que rindió su corazón a todos héroes de todas las novelas que llegaron a sus manos. Esto fué cuanto supo de la vida hasta los diez y seis años, cuando ya terminados los estudios del Liceo, sus padres quisieron que fuese a la Universidad a seguir una carrera.
Era a los diez y seis años una muchacha de figura pequeña y de andar resuelto. Contrastaban en su rostro los ojos grandes, oscuros, de mirar de gacela con el mentón un poco cuadrado y la boca que era la vez sensual y triste. No sabía estar plácida. reía y entonces reía hasta el último hoyuelo de la cara o cubría su faz un no se qué de melancólico. Mirábase al espejo y se encontraba fea. suspiraba porque no poseía esa belleza de las láminas de dibujo que le enseñaron a considerar como hermosas en el liceo. Pero quien la veía no olvidaba así no más sus ojos, ni su sonrisa, ni su melancolía.
Hacía apenas dos meses que comenzaba sus estudios superiores, cuando enfermó de gravedad su madre. Después de luchar largos días entre la vida y la muerte, la llevaron, una mañana lloviznosa de otoño, rumbo al cementerio. Emilia creyó morir de pena. Encerrada en su cuarto, sin consentir la entrada a nadie, pasaba horas de horas tendida en su lecho llamando en voz baja a su madre y sollozando hasta quedar rendida. Obligada por los suyos a volver a la vida normal, se sentía a cada instante herida tanto por las frases de vulgar consuelo de los vecinos, como por la banal tranquilidad de sus hermanos y la fácil conformidad de Juan Antonio. Reinició sus cursos en parte por rutina y en parte por escapar a la atmósfera de su casa. Más, apenas concluído el horario, dirigíase, esquivando las calles centrales, hasta el cementerio y allí, ante la tumba de madre, quedábase largos ratos, secos los ojos, la mirada dura, sintiéndose asperamente sufrir.
De regreso de una de esas tardes fué cuando ocurrió aquel primer incidente. Había hecho en mitad del invierno uno de esos días tan luminosos y limpios que se les dijera definitivos, de tal modo incitan a olvidar el recuerdo de los días grises y disipan el presentimiento de los pesados aguaceros que han de venir. Regresaba a su casa menos triste que de ordinario; más, desde que traspuso el segundo patio, el corazón le dió un vuelco. No estaban allí, suspendidas de los cordeles del lavado, todas las prendas de vestir de su madre?
Daniel, el hermano menor, a la sombra verde y roja de un camelio, tallaba en un pedazo de leña el vientre de una barca. Antes de que Emilia formulara la pregunta, la informó. Padre ha ordenado que se aireen todas las ropas de mamá y le regaló a Clorinda el vestido de seda negro. De veras? No es verdad. Qué sabes tú? Andas en las nubes y no te fijas en nada!
Se puso el sol; el aire recuperó su frigidez invernal.
Una emoción que súbitamente le hizo sentir pesado el corazón