64 Amauta había separado de ella. los tres niños de ésta les había acunado igualmente, porque Marta apenas les echaba al mundo tenía que irse a la tienda a asegurar el pan de cada día. Veinte mil arrugas profundas trazaban complicados arabescos en su cara tostada. Crenchas de cabello blanco un poco hirsutas enmarcaban su cabeza que, a pesar de los años, llevaba muy erguida. Sus manos ágiles y sus brazos robustos dejaban alba, alba, la ropa que caía en su artesa.
Cuando los niños fatigábanse de triscar por el patio, volvían al rededor de esa artesa, porque Angela era decidora de cuentos. Sabía tantos y tan largos que una nunca hubiera querido retirarse de su lado.
Emilia creció escuchándolos. Primero, cuando Angela se los narró a ella, para que pudiera estarse quieta un instante: después, cuando con los hermanos en los crepúsculos de invierno, mientras llovía toTrencialmente afuera, invadían el cuarto de planchar exigiendo un cuento, y otro, y otro más. Emilia los llegó a aprender casi enteros de memoria, pues el placer del cuento es oirlo, oirlo, oirlo hasta que se hace tan familiar que uno convive con los personajes, presiente los peligros a que se exponen, se enorgullece de sus hazañas y llora sus desgracias como si fueran propias.
Tanto se adentraron los cuentos en el corazón de la niña, que más de una tarde, a solas, en el último patio, entre las matas arbóreas de camelia, tocaba una de sus ramas y le decía bajito: varillita de virtud.
por la virtud que Dios te ha dado, haz que sea una princesa.
Un tiempo; Pedro Urdemales fué su héroe. Después, naturalmente, el Príncipe. Cuál? Pues, naturalmente el Príncipe de todas las consejas: el que despierta a la Bella Durmiente, el que descubre a María, la del candelero de plata. Cómo. No conoces tú ese cuento?
Pues hay muchos semejantes. Emilia los había escuchado todos. Siempre es un rey que enviuda de su esposa muy amada. La pena le enferma y está concluyendo con su vida. Entonces acuden los astrólogos y los físicos de su corte y le recetan que busque entre todas las niñas más bellas, una que Su Sacra Real Majestad tome por esposa. El responde solemnemente que desposará a aquella que pueda calzarse y vestirse con los botines pequeñitos y los vestidos esbeltos de la que fué la reina.
Empieza la búsqueda. En ninguna parte hay una doncella tan fina. Hasta que alguien repara en la hija del rey y a ella sí que le calzan los lindos chapines y le ciñen como un guante los estrechos corpiños y las faldas historiadas. Casarse con su padre. Cómo va a sufrir eso la princesita María! El padre insiste: palabra de rey no puede faltar. entonces asoma la tragedia su cara bizca. En regalo de bodas, la hija pide cosas imposibles, todas las cuales alcanza a relizar el mago de la corte, hasta que sin saber otra cosa, la niña sigue el consejo de una viejita que vive a la orilla de la mar. Le fabrican un candelero de plata. Se encierra María en él y le arrojan a las aguas salobres. Las olas le conducen a reinos distantes; unos pescadores asombrados le cogen en sus redes y transportan al candelero para presentárselo al rey. Tan primoro80 es, que su Majestad lo hace colocar en el cuarto del Príncipe. El final es siempre el mismo. El doncel descubre a la princesa, se enamoran, se casan y viven muy felices.
Estos fueron los cuentos de la niñez. Al crecer, al ir a la escuela y después al Liceo, Emilia les habría olvidado si hubiese sido más varia su experiencia de la vida real. Más, en su hogar permitíanle poquísimos comadreos de amiguitas y en el colegio se sentía secretamente inferior a las compañeras que ella admiraba, porque instintivamente