Amauta 63 hechos, no faltan quienes sostienen la superioridad del guijarro: y, que estos ingénuos, antes de declarar el daño de los exámenes, serían capaces de dejarse matar, con la misma locura desafiante de Don Quijote, antes que ceder que era sin par la hermosura de su señora Dulcinea del Toboso!
INDEFENSA, Hubertson.
por Amanda Labarca OY a narrarte, señor, la tragedia de una muchacha fantasiosa, de una muchacha cuya vida interior discurría por esa región escarpada que separa la adolescencia de la primefra juventud. Qué dices. Ah, sí! Tienes razón. La adoles cencia es como un paisaje visto a la luz de la luna. Plácido y engañador a la vez. Sus abismos sólo parecen rasgos de sombra, y a lo mejor, tomamos los rasgos de sombra por abisnios. no has reparado, señor, en las selvas llenas de seres fantásticos, temibles y monstuosos que pueblan ese paisaje lunar? No son los mismos de los cuentos de hadas, ni de las leyendas que las nodrizas añosas nos musitaron en la oquedad de las noches sin sueño. Estos se les sernejan sólo en los nombres y en las figuras, pero esconden rasgos mucho más complicados; casi todos son amenazadores y el alma se encoge de recelo ante ellos.
Pues, esta muchacha convivía indefensa con esos monstruos.
Llamábase Emilia y había nacido en una casona desmantelada de la ciudad de Concepción, no lejos de esa laguna pletórica de leyendas que nombran de Las Tres Pascualas. Sus padres engendraron tres hijos, de los cuales Emilia era la mayor y la única mujer. De sus dos hermanos, le separaban tres y cuatro años, lo bastante para que Emilia se sintiera muy lejos de ellos y muy sola dentro de su vida.
Padre y madre trabajaban de la mañana a la noche. Poseían una bodega de frutos del país que atendían ambos, sobre todo Marta; porque Juan Antonio pasaba mucho fuera: unas veces en Lirquén, otras en Lota, en Tomé o en Chillán mercando la leña, el carbón y las cosechas.
Ocupaba la tienda las habitaciones a la calle; las del primer pa.
tio servían para almacenar los rimeros de sacos: los de trigo, que al vaciarse canta con el mismo ruido que la lluvia; los de maíz, de un amarillo tan cálido que parece que guarda más que ningún otro fruto el calor del sol; de lentejas panzudas como mujeres cincuentonas; de arvejas mustias como si nunca concluyeran de consolarse de que las hubie.
ran secado para guardarlas en antros oscuros. En el patio mismo estaba la cortaduría en la cual invierno y verano se sentía el golpe de la hachuela, el susurro de la sierra y sobre todo ese olor áspero y grato del serrín de la leña de monte. Al segundo patio, abríanse las habitaciones de la familia, y en el tercero, que era huerto, jardín, cocina y lavadero (todo de una vez) retozaban como reyezuelos cochambrosos los dos muchachos.
Se hubiera dicho que también constituía parte de la familia, Angela, la lavandera viejísima que fué la nodriza de Marta y que nunca se